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Esqueleto de Homo sapiens comparado con el de Australopithecus sediba y el de un chimpancé.

Hace poco más cinco años tuvo mucha repercusión en los medios la clasificación de los morfotipos femeninos presentada por el Ministerio de Sanidad y Consumo. De entrada, resultaba cuando menos curioso que el Ministerio solo se fijara en las mujeres, cuando nosotros también tenemos una notable variación constitucional. Por supuesto, no se trataba ni muchísimo menos del primer trabajo antropométrico de la forma del cuerpo femenino. Esta clasificación no era sino una simplificación de otras previas muy similares. Ninguna es perfecta, porque la variación corporal de la mujer española y la de todas las mujeres del mundo no es cualitativa sino cuantitativa. Pero en realidad se trataba de simplificar la confección de la ropa femenina, y los morfotipos cilindro, diábolo y campana se hicieron muy populares, dando lugar a chanzas, chirigotas, chistes fáciles y no pocos complejos entre las mujeres que se miraban al espejo buscando la forma ideal presentada por el ministro de turno.

Esta anécdota me ha recordado que los homininos hemos tenido formas corporales dispares a lo largo de la evolución. Por supuesto, todo el mundo sabe que la estatura ha cambiado con el paso del tiempo (hablaré de ello en otro post). Quizá también sea de todos conocido que la proporción de los miembros superiores e inferiores ha experimentado cambios muy notables. Recordemos que los ardipitecos, australopitecos, parántropos y los primeros representantes del género Homo tuvieron las extremidades superiores relativamente más largas que las de las especies posteriores, a la par que extremidades inferiores relativamente más cortas. Todo ello en relación con su capacidad de trepar con enorme facilidad. La bipedestación ya estaba perfectamente conseguida, pero aquellos homininos no perdieron la capacidad de refugiarse en los árboles con extrema agilidad. Seguramente más de uno salvó su vida gracias a esa cualidad. La cintura escapular tenía una forma muy particular en consonancia con su capacidad para trepar. Su aspecto da la impresión de estar encogidos de hombros de manera permanente, con la clavícula inclinada hacia el cuello. La caja torácica tenía una forma de campana muy característica, estrecha en su parte superior y muy ancha en la inferior.

El primero humano con unas proporciones similares a las nuestras está representado en el registro fósil por el ejemplar KNM-WT 15.000, que algunos incluyen en la especie Homo ergaster y otro prefieren incluirlo en Homo erectus. Su vida transcurrió en las sabanas africanas, hace aproximadamente 1.600.000 años. En aquella época al menos una especie del género Homo había dejado definitivamente el amparo de los bosques y se atrevía a recorrer las amplias sabanas de África. Podemos afirmar que Homo ergaster ya tenía un cuerpo de tipo moderno. Sin embargo, esta especie conservó una característica primitiva. Su pelvis era relativamente más ancha que la de Homo sapiens. Es más, todas las especies de nuestra genealogía, excepto nosotros, tuvieron una cadera muy ancha. En consonancia con este detalle anatómico la caja torácica tuvo siempre la forma de campana de sus ancestros. Por el contrario y con independencia del morfotipo que nos asigne el Ministerio correspondiente, los humanos actuales tenemos una caja torácica cilíndrica, prácticamente con la misma anchura en su parte superior y en su parte inferior.

En Homo sapiens hemos reducido la anchura de la cadera y la caja torácica ha tenido que adaptarse a esta reducción. De ahí su forma cilíndrica. Con este cambio también se redujo nuestra fortaleza corporal. Tenemos un cuerpo más estrecho, aunque no por ello menos musculado si hacemos el ejercicio adecuado. El canal del parto también se redujo en su dimensión latero-medial, mientras que la antero-posterior se mantuvo en el mismo rango. El parto de las especies de Homo seguramente fue asistido por otras hembras, gracias a nuestro marcado carácter social. Ese comportamiento, el menor tamaño del cerebro de los recién nacidos y la relativa gran anchura de la cadera pudo facilitar el alumbramiento de los bebés de las especies de Homo anteriores a la nuestra. En la actualidad tenemos no pocas dificultades para dar a luz. El cerebro del recién nacido llega a tener hasta 400 centímetros cúbicos y el canal del parto es más estrecho. La asistencia médica ha eliminado los problemas obstétricos en los países más avanzados, pero no así en los lugares más pobres del planeta. A pesar de todo, el crecimiento demográfico de nuestra especie ha sido imparable.

Si la reducción de la anchura de la pelvis ha incrementado la dificultad para dar a luz la pregunta es inevitable: ¿qué hemos ganado con este cambio anatómico?, ¿porqué somos más estrechos que todos nuestros antepasados? La respuesta está sin duda en la considerable disminución del gasto energético que utilizamos en los desplazamientos y que empleamos en otras funciones, como el mantenimiento de un cerebro de gran tamaño y más complejo. La reducción de la distancia entre los acetábulos y la cabeza del fémur (el lugar por donde se transmite todo el peso del cuerpo) y el centro de gravedad del cuerpo también aminora la cantidad de energía necesaria para cada paso o zancada que damos.

En definitiva, la morfología externa del cuerpo femenino (y también del masculino) tiene sus variaciones, que pueden clasificarse por simple curiosidad científica o en función de ciertos intereses. Sin embargo, la forma general del tronco sigue una pautas que son exclusivas de nuestra especie y muy diferentes a las de nuestros antepasados. Que no nos importe tanto la forma externa que tenga nuestro cuerpo como mantener una buena forma física.