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Me pregunto cuanto se habrá escrito sobre el tema de la longevidad en nuestra especie. Esta es una de nuestras grandes preocupaciones. Y no me parece que interese tanto el número de años que podamos vivir, como la posibilidad de hacerlo en condiciones óptimas. Me refiero claro al famoso mito de la eterna juventud.

Para empezar, me gustaría escribir sobre un error muy común acerca del concepto de longevidad. Este término no es equivalente a la variable demográfica conocida como esperanza de vida. Esta última se utiliza para conocer el promedio de años que podrán vivir los individuos de una población que tengan la misma edad. Por ejemplo, la esperanza de vida al nacimiento o la esperanza de vida a los 10 ó los 50 años tendrán valores muy diferentes, que no tienen nada que ver con la longevidad de la especie. Si hablamos de épocas en las que no se conocían las vacunas o en las que la calidad de vida de la mayoría de la población era mala o muy mala, la esperanza de vida al nacimiento no sería mayor de 15 años. En esas épocas podía fallecer al menos el 50 por ciento de los niños antes de alcanzar los diez años, por lo que el promedio de la esperanza de vida al nacimiento era muy bajo. La esperanza de vida a los diez años era mayor, porque los niños que superaban esa edad ya estaban totalmente inmunizados. Sin embargo, la calidad de vida hacía que la curva de la esperanza de vida disminuyese de manera dramática a partir de los 30 años.

En la actualidad, los países con un nivel de renta elevado tienen una esperanza de vida al nacimiento muy elevada. La mayoría de los recién nacidos salen adelante sin mayores problemas. Otra cuestión es su longevidad. ¿Cuántos años podemos llegar a vivir en estos países? Es evidente que cada vez alcanzamos edades más elevadas, porque los países desarrollados disponen de magníficos profesionales relacionados con la salud, hospitales generalmente bien equipados, etc. Sin embargo, aquellos lectores y lectoras que hayan superado los 50 años saben de sobra que a partir de esa edad empezamos a tener problemillas de salud, que se van acrecentando a medida que cumplimos años. Cuando no es la tensión o el colesterol nos explican que padecemos algo de artrosis, o la próstata empieza a dar la lata. Sencillamente, estamos envejeciendo y vamos poniendo parches con medicamentos, intervenciones quirúrgicas, siguiendo una dieta adecuada, evitando los excesos, etc.

En los bosques tropicales de África, allí donde todavía pueden vivir los chimpancés en libertad, es difícil encontrar individuos que hayan cumplido 40 ó 45 años. Raro es el chimpancé que llega al medio centenar de años. A esa edad todos han fallecido. Su ciclo vital se ha terminado. Los humanos nos desarrollamos con mayor lentitud que los chimpancés. Alcanzamos la edad adulta hacia los 18-20 años, cuando nuestro cuerpo deja de crecer. El cerebro sigue todavía en desarrollo, pero esa es otra cuestión. Los chimpancés son los primates más próximos a nosotros y por ese motivo son la mejor referencia que tenemos. Los humanos alcanzamos la edad reproductora y adulta solo unos pocos años más tarde que ellos, mientras que nuestro patrón de envejecimiento es similar. En otras palabras, cuando nuestra especie solo conocía los medicamentos naturales, la probabilidad de superar los 50 años era muy baja. La longevidad natural de nuestra especie podría tener un límite máximo de 60 años.

No obstante, en la actualidad se conocen ejemplos de personas centenarias, que aparentemente han llegado a esas edades sin la intervención de la tecnología. Casi es anecdótico que los medios de comunicación nos cuenten que determinada persona ha fallecido a los 120 años o que algunos grupos humanos tengan un longevidad particularmente elevada. Pero esos casos son reales. Somos una especie cosmopolita con 7.000 millones de individuos, que vive en todas las latitudes y hasta determinada altitud. Esta singularidad ha favorecido que el estilo de vida o el lugar de nacimiento permitan longevidades extremas de forma natural. Se trata de casos excepcionales que, sin embargo, no contradicen la ley general que gobierna nuestro ciclo vital. A partir de los 50 años somos cada vez más vulnerables y vamos perdiendo poco a poco nuestras capacidades, que generalmente se pierden definitivamente cuando llegamos a ser octogenarios o nonagenarios.

Hemos conseguido prolongar nuestra vida en los países desarrollados, pero seguimos sin alcanzar el mito de la eterna juventud. He preguntado a muchas personas sobre la posibilidad de vivir muchos más años, pero en las condiciones de senescencia que tenemos en la actualidad. Casi nadie desea prolongar su vida durante decenas de años sin la vitalidad y las capacidades que todos quisiéramos conservar de manera permanente. De momento, este es nuestro ciclo vital. La ciencia tiene la palabra sobre la posibilidad de cambiarlo.