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Hace algún tiempo varios científicos fuimos reclutados para escribir en un diario, que tuvo una vida breve. La crisis se lo llevó por delante en pocos años. Recuerdo muy bien el lema de la sección, que se publicaba todos los días: “la ciencia es la única noticia”. Al menos, aquella experiencia terminó en buena amistad entre todos los participantes y coincidimos en que el lema podía sonar algo pretencioso. Sin embargo, también estábamos de acuerdo en que todas las noticias, por alejadas que parecieran del ámbito de la ciencia, podían analizarse mediante argumentos, reflexiones y datos científicos.

Las noticias relacionadas con los procesos de secesión y la independencia de territorios han ocupado portadas y amplios reportajes desde que nacieron los medios de comunicación escrita, allá por el siglo XVIII. La historia está repleta de sucesos similares a los que conocemos en la actualidad, y hubieran sido también noticia de mucho impacto caso de haber existido medios para informar a toda la sociedad. Detrás de estos procesos, tengan o no el éxito deseado, se pueden realizar análisis de todo tipo. Las valoraciones pueden enfocarse desde el punto de vista de la economía, la sociología o la política. Esos análisis siempre llevarán un componente científico, porque todo lo que sucede tiene algún tipo de explicación.

¿Y que nos enseña la biología? Nuestro cerebro de primate tiene un tamaño tres veces superior al de los chimpancés, nuestros parientes vivos más próximos en términos filogenéticos. Nuestras respectivas genealogías se independizaron (valga también el término en este caso) hace unos seis millones de años. Desde entonces, el cerebro humano ha crecido mucho en tamaño y complejidad. Pero no todas sus partes se han desarrollado en la misma proporción. Unas se han cuadriplicado, otras han permanecido con el mismo tamaño durante esos seis millones de años y otras, en fin, han perdido protagonismo. La complejidad también se ha modificado, aunque este factor es mucho más difícil de cuantificar.

No es un secreto que los humanos actuales planificamos a largo plazo, organizamos eventos complejos, utilizamos la información guardada durante años para tomar decisiones, nos anticipamos a los acontecimientos o conseguimos una notable capacidad de concentración para realizar tareas complicadas. Estas funciones nos diferencian claramente de cualquier otro primate y suelen asociarse a determinadas regiones del neocórtex cerebral. Sin embargo, no es menos cierto que tenemos reacciones de pánico irracional, instinto de conservación de la vida, explosiones de violencia por nimiedades, etc., etc., por no mencionar que diferentes partes de nuestro cerebro controlan de manera involuntaria los latidos del corazón, la respiración o la digestión, por poner algunos ejemplos. Numerosas regiones del sistema límbico han permanecido con el mismo volumen y posiblemente con la misma complejidad que la que tuvo el antepasado que compartimos con los chimpancés.

En nuestro repertorio de comportamiento esencial y compartido con el de la mayoría de las especies de primates está la territorialidad, que ya he comentado en otras ocasiones. Podemos pensar que ese comportamiento tiene componentes elevados y nobles, como corresponde a un primate con un cerebro privilegiado. Pero nos equivocamos si pensamos así. Nuestros deseos territoriales siguen siendo tan básicos como los de los chimpancés. Esos deseos se contrastan en el lóbulo frontal con otro tipo de información, y podemos llegar a creer que se trata de un pensamiento meditado y evaluado propio de seres superiores. Somos primates territoriales y se lo hacemos saber cada día a nuestro vecino, a nuestro compañero de trabajo y, en general, a quién se atreva a invadir aquello que consideramos de nuestra propiedad. Puro instinto de conservación que, como cualquier otro tipo de comportamiento, nos ha permitido llegar hasta el punto en el que nos encontramos.