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El investigador Svante Pääbo destaca por sus avances en el campo de la paleogenética.

En 1950, el ornitólogo alemán Ernst Mayr (1904-2005) propuso agrupar la mayoría de los fósiles atribuidos al género Homo conocidos hasta entonces en la especie Homo erectus. Se trataba de un ejercicio de síntesis, que trataba de unificar un variopinto conjunto de nombre genéricos y específicos. El lío que se había formado con tantos nombres invitaba a una reflexión, que fue compartida por la gran mayoría de los expertos en paleoantropología. La influencia de Mayr ha llegado hasta nuestros días con una fuerza increíble. Tanto es así que muchos utilizan el taxón Homo erectus de manera casi dogmática. En el caso de los arqueólogos, poco o nada preocupados por cuestiones taxonómicas, el nombre específico de Homo erectus vale para cualquier hominino. Pero aún más preocupante es el caso de un buen número de paleoantropólogos. Como ejemplo, y a propósito del estudio de los cráneos del yacimiento de Dmanisi,  se ha llegado a proponer que todos los fósiles africanos del género Homo del Pleistoceno Inferior, incluidas las especies Homo habilis y Homo rudolfensis, tendrían que ser incluidas en Homo erectus. De este modo, Homo erectus cubriría una diversidad insólita para cualquier especie, además de una distribución geográfica y temporal de casi dos millones de años. Esta diversidad incluiría morfologías craneales muy diferentes, algunos con caras primitivas y otros con caras muy similares a la de Homo sapiens (Zhoukudian) o cerebros de un tamaño entre 600 y 1.200 centímetros cúbicos.

Para cualquier paleontólogo de vertebrados, esta forma de proceder resulta cuando menos sorprendente. Estos expertos sostienen que cada región del Viejo Mundo (África, Asia o Europa) tuvo su especie particular de ciervo, caballo, rinoceronte, ratón de campo, lagarto, rana, etc., durante distintas fases del Pleistoceno. Por descontado, los debates entre los paleontólogos por cuestiones taxonómicas están a la orden del día, pero todos están de acuerdo en diferenciar las poblaciones que vivieron en regiones alejadas por miles de kilómetros ¿Es que acaso los humanos éramos distintos?, ¿por qué nos empeñamos en distinguirnos de otras especies? La cultura, representada sobre todo por la tecnología de la herramientas de piedra, no llegó a distanciarnos de la naturaleza y de los ecosistemas a los que hemos pertenecido. Sencillamente, éramos una pieza más del equilibrio de esos ecosistemas.

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Aspectos lingual y occlusal del tercer molar humano de la cueva de Denisova, utilizado para obtener ADN

Por supuesto, otra buena parte de los expertos no está de acuerdo con incluir a tantos y tantos homininos en Homo erectus. La propuesta y la contrapropuesta se ha convertido en el debate más estéril, inútil y aburrido del ámbito de la prehistoria, dejando a un lado otros aspectos mucho más importantes sobre la paleobiología o sobre la dinámica de las poblaciones del pasado. Es más, cuando se estudian en detalle los fósiles de Homo erectus de China encontramos diferencias significativas entre ellos. Este hecho no viene sino a confirmar que la especie Homo erectus se ha observado con falta de criterio y desde una perspectiva muy general, sin tener en cuenta que África y Eurasia suman la nada despreciable cifra de 85.332.000 kilómetros cuadrados. Todo este inmenso territorio está repleto de barreras geográficas inexpugnables para nuestros ancestros. El aislamiento de las poblaciones durante miles de años debió de ser la norma, en contra de lo que la teoría multirregional preconizó durante años. El flujo genético entre las diferentes poblaciones del Pleistoceno no parece tan sencillo como se nos ha hecho creer. Podríamos llegar a un aburrido consenso taxonómico, pero nadie nos podrá convencer de que todas las poblaciones del Viejo Mundo estaban en contacto. Con un mapa encima de la mesa es sencillo viajar con la imaginación, como seguramente hicieron los defensores de la teoría multirregional. Pero los viajes reales son mucho más complejos que los virtuales y más si no tenemos más que nuestras piernas para movernos de un lado a otro.

Ahora que estamos cerca de conocer el ADN nuclear de los humanos de la Sima de los Huesos de Atapuerca, me viene a la memoria el análisis genético de dos restos fósiles hallados en el yacimiento de la cueva de Denisova, localizada en los montes Altái de Siberia. Recordemos que el estudio del ADN mitocondrial de los humanos de la Sima de los Huesos ha sorprendido por su estrecha relación con los restos de la cueva de Denisova. Todos esperábamos una mayor cercanía genética con los Neandertales.  Pero está no es ahora la cuestión, de la que quizá sepamos algo más en 2015, como nos anuncia el investigador Svante Pääbo cada vez que se le pregunta por este asunto.

La capa sedimentaria en la que aparecieron los dos restos de Denisova puede tener entre 50.000 y 30.000 años. Estos fósiles muestran relaciones genéticas no solo con los humanos de la Sima de los Huesos, sino con los neandertales y con Homo sapiens. Los dos restos, una falange y un tercer molar de aspecto muy arcaico, fueron sacrificados para obtener ADN. Pueden creerme, pero de no haberse llevado a cabo este análisis, los dos restos hubieran pasado inadvertidos y hubieran acabado, como todos los demás, en el cajón de Homo erectus. Sin embargo, gracias a la genética los expertos especulan con la necesidad de crear una nueva especie (los denisovanos), de la que ahora “no existe ni un solo fósil”, sino réplicas de silicona. Son las paradojas de la evolución humana, que no dejan de causarme perplejidad.