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El apasionado debate sobre las teórías de Charles Darwin llegó a su punto álgido a finales del siglo XIX y prinpicipios del siglo XX. Como era de esperar, las polémicas más encendidas se centraron en el origen de los seres humanos. Desde que nos preguntamos por primera vez sobre nosotros mismos, nunca se había producido una preocupación de tanto calado social. La teoría de Darwin era demasiado revolucionaria como para ser ignorada por las creencias religiosas. Aunque la era de la comunicación global estaba en pañales, la información ya se movía con cierta rapidez. No resulta extraño que muchos religiosos entraran en el fondo de la cuestión, aunque desde su libertad y su propio punto de vista. Durante mucho tiempo los religiosos han mantenido el conocimiento, precisamente por su facilidad para reflexionar en la tranquilidad de sus instituciones. Cuando la teoría de la evolución entró a formar parte del debate científico muchos religiosos se sintieron atraidos por esta nueva forma de percibir el mundo. No todos estaban preparados para ello, pero algunos se acercaron a las humanidades y las ciencias naturales y en particular a la antropología, la arqueología y la paleontología.

En España tenemos ejemplos ilustres de personas con una formación extraordinaria tanto en teología como en antropología, geología, botánica, etnología, etc., la mayoría pertenecientes a la orden de los jesuitas. Quizá los más conocidos son José Miguel de Barandiarán (1889-1991), José María Basabe (1914-1985), Juan María Apellániz, Leandro Sequeiros y mi propio mentor, Emiliano Aguirre, que colgó los hábitos de jesuita hacia la primera mitad de los años 1970, poco antes de embarcarse en la dirección del proyecto sobre los yacimientos de Atapuerca.

Todos ellos han buscado con ahinco la nada sencilla tarea de sintetizar la fe cristiana con el pragmatismo de los datos empíricos de la ciencia. Es muy posible que para todos ellos una de las principales inspiraciones llegara del pensamiento crítico y de las obras del jesuita francés Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955). Los biógrafos de Teilhard hablan de sus conocimientos y erudición en teología, paleontología (su tesis doctoral versó sobre los mamíferos del Eoceno Inferior de Francia), geología, botánica y zoología. También refieren su misticismo y, por supuesto, explican y debaten sobre sus teorías filosóficas. Puedo imaginar el cóctel explosivo que puede generar en una mente brillante como la de Teilhard tal acumulación de conocimientos, muchos de ellos contradictorios.

Teilhard se formó como teólogo en el colegio jesuita británico de Hastings, no lejos de la localidad de Piltdown. De esa estancia viene su amistad con Charles Dawson y la posible implicación que algunos historiadores han querido atribuirle en el fraude del cráneo de Piltdown. Teilhard se benefició de algo tan importante como viajar por medio mundo y conocer otras culturas (Birmania, China, Etiopía, India, Java, Sudáfica, USA,…..). Esa asignatura tendría que ser obligatoria para todos los que quieren aprender y alcanzar elevadas cotas de tolerancia. Por supuesto, Teilhard estuvo en España de la mano del también religioso Henri Breuil para conocer y participar en los trabajos del yacimiento de la cueva de El Castillo, en Cantabria. Pero sus viajes más célebres le llevaron a China, donde colaboró durante varios años en las campañas de excavación y en los hallazgos del yacimiento de Zhoukoudian. En 1923 realizó su primer viaje a Pekín, por encargo del Museo de Historia Natural de París, la institución en la que trabajó como científico. Pero el viaje más interesante y peligroso de Teilhard se une a la aventura planificada por André Citroën por Asia central para promocionar sus vehículos.

La “tormenta” de ideas que bullieron en la mente de Teilhard tuvo que ser increíble. Para un religioso normal tan solo cabe la fe en los dogmas de su propia religión. Algo relativamente sencillo, si todo se acepta de buen grado. Sin embargo, para personas como Teilhard muchos de los dogmas de la religión católica chirriaban. Sus reflexiones y experiencias vitales fueron demasiado fuertes como para aceptar cualquier dogma sin crítica. Por descontado, Teilhard no se conformó con pensar sino que dejó centenares de escritos de sus trabajos científicos, de sus teorías filosóficas y de sus pensamientos. Por ahí llegaron los enfrentamientos con el Vaticano. Teilhard tuvo que alinearse con las teorías de Darwin, aunque buscara su mejor adecuación a la religión católica. Pero el darwinismo era rechazado de plano por la Iglesia Católica. Si añadimos que Teilhard se planteó dogmas como la Segunda Venida de Cristo, la existencia del pecado original, el uso de contraceptivos en el matrimonio, la redención de Cristo por su obra terrenal, etc. es comprensible que tuviera muchos problemas con la jerarquía católica. La lista de dogmas cuestionados por la mente crítica de Teilhard posiblemente fue mucho más larga de lo que el Vaticano hubiera soportado. La pregunta que queda en el aire es si el empirismo científico pudo más que el dogmatismo religioso en la mente de Teilhard. De haber llegado hasta nuestros días, puedo imaginar la influencia de Teilhard, haciendo llegar sus pensamientos a través de los redes sociales disponibles en la actualidad o de cualquier otro sistema de comunicación.

Su síntesis más celebrada, el llamado Punto Omega, une la materia y los sentimientos esprituales con su pensamiento evolucionista. El tiempo (la cuarta dimensión de Teilhard) lleva a la materia a organizarse de manera cada vez más compleja. Esa tendencia incrementa su nivel de autoconciencia hasta un punto omega final, donde las reflexiones convergen hacia un único pensamiento. Es evidente que sus teorías fueron fruto del misticismo (que le atribuyen su biógrafos), de la complejidad de su pensamiento y de su enorme creatividad. Muchos teólogos (como el propio papa Pablo VI) han tratado de reinterpretar las ideas de Teilhard y darles una perspectiva acorde con la fe. Ese esfuerzo da una idea de la trascendencia de la influencia de Teilhard de Chardin en el catolicismo.