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En los años 1920s nació la paleoneurología, un ámbito de la paleontología dedicado a saber todo lo posible sobre el cerebro de las especies del pasado. La investigadora alemana Johanna G.O. Edinger (1897-1967) dedicó su vida al estudio de moldes obtenidos en cráneos fósiles de diferentes vertebrados y podemos considerarla como la fundadora de esta disciplina científica. En la primera mitad del siglo XX los paleoantropólogos de entonces se preocuparon por conocer el tamaño y la forma de los cerebros de los cráneos que se recuperaban en yacimientos de África y Eurasia.  Mi colega y buen amigo, el Dr. Emiliano Bruner, define la paleoneurología como aquel ámbito de la ciencia “que se ocupa de del estudio y análisis de anatomía y morfología endocraneal de los grupos humanos extintos, a través de los moldes endocraneales y de la morfología digital”. Ese estudio, según Bruner “permite conocer la evolución del cerebro de individuos fósiles mediante análisis anatómicos y morfológicos de sus caracteres y volúmenes endocraneales”. Gracias a ello “ se podrán desarrollar hipótesis acerca de procesos fisiológicos y funcionales, así como estudiar posibles implicaciones en contextos cognitivos”.

Molde endocraneal virtual del ejemplar LB1 de la especie Homo floresiensis. Aunque el molde virtual está prácticamente completo, se han realizado algunas reconstrucciones menores (colores azul y naranja).

Como todo el mundo sabe, los cerebros no fosilizan. No solo carecemos del órgano que llenaba el cráneo de las especies que nos han precedido, sino que resulta muy complicado (casi siempre imposible) tener una idea aproximada de cómo funcionaba. Su mente, ese prodigio bioquímico y fisiológico que nos permite pensar, leer, reflexionar, ver, escuchar, sentir o realizar cualquier movimiento, será durante décadas una entidad desconocida para la ciencia. El registro arqueológico permite realizar no pocas inferencias sobre las destrezas o la capacidad de organización de nuestros antepasados más remotos. Pero el alcance de estos conocimientos es tan limitado como ese registro y en ocasiones altamente especulativo. El proyecto que investiga sobre nuestro cerebro y nuestra mente permitirá ampliar las inferencias que realizamos a partir de los vestigios arqueológicos del pasado. Pero no nos dirá mucho más de lo que nos explican en este momentos los fósiles.

Efectivamente, nuestras posibilidades con el estudio del registro fósil solo alcanzan a conocer el molde interno de los cráneos. Hasta hace pocos años los moldes se obtenían con resinas sintéticas. Pero la tomografía axial computarizada (TAC) ha venido a sustituir con gran éxito a los moldes físicos. Todos los estudios se realizan con imágenes digitales, mucho más precisas y se puede compartir información a través del envío de esas imágenes a cualquier parte del mundo. Un avance impresionante de la tecnología. Pero ¿hemos conseguido saber más del cerebro? En primer lugar, es importante saber que el cerebro está protegido por las tres meninges, de dentro afuera piamadre, aracnoides y duramadre. Esta última es la más gruesa y consistente, uniendo con fuerza el cerebro a la cara interna del cráneo. Esta capa contienen vasos sanguíneos de cierto tamaño, que dejan su impronta en el hueso y permiten conocer algo sobre la irrigación del cerebro. El tamaño y la forma de los moldes endocraneales permiten inferir la evolución del tamaño del cerebro, en su conjunto y en su diferentes partes. Por descontado, esos moldes (físicos o digitales) no pueden informarnos sobre las regiones internas del cerebro. Nada podemos saber de la amígdala cerebral, el hipocampo, la corteza cingulada anterior o sobre regiones internas del neocórtex. Así que nos conformaremos con averiguar como han evolucionado el cerebelo, los diferentes lóbulos frontales, parietales, temporales y occipital, así como algunos detalles interesantes de estas regiones (áreas de Broca y Wernicke) y las posibles asimetrías de estas regiones. No es poco, pero tampoco nos podemos sentir plenamente satisfechos.

En el género Homo el volumen endocraneal ha multiplicado su volumen por tres, pero la forma ha permanecido muy similar, como nos ha mostrado una tesis doctoral defendida el pasado lunes 28 de septiembre por Eva Poza (Equipo Investigador de Atapuerca). Los humanos de la Sima de los Huesos y los neandertales, que muestran similitudes y algunas diferencias, representan un grupo humano separado del resto de especies primitivas del género Homo (Homo habilis y Homo erectus). Pero la separación es mucho más importante entre nuestra especie y las demás. Los moldes endocraneales de los sapiens más antiguos ya nos muestran una forma, que los expertos denominan globularización. Este proceso ha consistido en una expansión relativa del lóbulo frontal y de los lóbulos temporales, una expansión relativa de la fosa craneal posterior, un aplanamiento del área occipital y una flexión de la base del cráneo. Todo ello ha dado lugar a un cerebro redondeado, en contraposición al cerebro bajo y alargado de todas las demás especies del género Homo. La  globularización ha sido posible gracias a un simple cambio en la trayectoria de crecimiento del cerebro durante el primer año de nuestra vida extrauterina. Quizá solo fue necesario modificar uno o dos genes para conseguir este cambio, que a la postre pudo ser responsable de un incremento de nuestras capacidades cognitivas. Pero no queremos entrar en el terreno de la especulación y lo dejaremos aquí. Cierto es que ahora tenemos una cultura (que incluye la ciencia y la tecnología) muchísimo más avanzada que hace 100.000 años. Esto no sería posible sin un cerebro más complejo (pero no más grande) y una socialización extrema. Trabajar en equipo nos ha hecho más capaces. Las individualidades son sinónimo de fracaso en un mundo cada vez más globalizado.