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«El triunfo de la civilización» de Jacques Reattu.

Somos la especie de primate más social que nunca ha existido. Todas las especies de la genealogía humana han incluido la cooperación intragrupal en su repertorio de comportamiento. Sin embargo, las relaciones entre los grupos debieron seguir pautas como las que conocemos hoy en día en los chimpancés. El fuerte componente territorial seguramente impidió la unidad social de grupos muy numerosos. Es posible que el necesario intercambio genético fuera la única conexión entre grupos de una misma especie mediante conductas que aún están por investigar. Es también muy probable que la cohesión social entre grupos distintos naciera con nuestra especie. Y el simbolismo ha sido sin duda uno de los motores más importantes de esa cohesión social.

Entre otros muchos aspectos de nuestra vida, el simbolismo nos permite tener conductas religiosas mediante la representación de deidades de muy diversa índole. Hemos construido un complejo repertorio de ideas moralistas, que giran en torno a esas deidades. Su capacidad punitiva o favorecedora mueve nuestras voluntades. En febrero de este año Benjamin Grant Purzycki (Universidad de British Columbia, Canadá) y otros colegas de diversas instituciones publicaron un artículo en la revista Nature, en el que defienden la hipótesis del papel de la religión en la prosocialidad. Este último término se refiere a la conducta humana positiva, capaz de colaborar de manera altruista o no altruista con otros muchos miembros nuestra especie. Esa conducta ha posibilitado una red social de cooperación, que ha ido en aumento a medida que se incrementaban nuestra capacidad tecnológica.

Aunque los primatólogos reconocen que ciertos aspectos conductuales de los simios antropoideos pueden ser precursores de nuestra moralidad (ver, por ejemplo, Frans de Waal) es evidente que esta cualidad y el desarrollo consiguiente de las religiones tuvo una fuerte expansión durante el Neolítico. La posibilidad de obtener recursos mediante la agricultura y la domesticación de los animales conllevó el despegue demográfico. Así llegó la necesidad de una cooperación entre los grupos o el intercambio permanente de bienes. Purzycki y sus colegas han llevado a cabo un estudio etnográfico de comunidades muy diferentes y distantes, con religiones de características dispares. Su estudio consistió fundamentalmente en el análisis de entrevistas realizadas a melanesios de la isla Tanna, indígenas de las islas Yasawa (República de Fiji), brasileños de la ciudad de Pesqueiro, habitantes de las islas Mauricio, habitantes de Kyzy (Siberia), así como a miembros de la tribu de los Hadza (Tanzania). Las creencias religiosas de todos estos grupos incluyen el cristianismo, hinduismo y budismo, incluyendo el culto al sol y a sus ancestros.

El análisis de los resultados de Purzycki y sus colegas permite sostener la hipótesis del papel determinante de cualquier tipo de religión en la cooperación entre individuos, aunque no estén emparentados ni pertenezcan a clanes concretos. Las deidades de sus diferentes religiones son moralistas y tienen en común la posibilidad de conocer sus acciones y pensamientos para con los demás. Según Purzycki y sus colegas la capacidad punitiva de tales deidades castigos representaría un motor del incremento de la prosocialidad entre todas las sociedades humanas.

Estas conclusiones representan una hipótesis que, como todas, necesita ser apoyada por más datos para quedar reforzada. Por supuesto, no todos los sociólogos están de acuerdo con la idea de que la religión ha sido el motor de la cooperación. En fecha reciente, Jeroen Bruggeman (Universidad de Amsterdam) ha aportado argumentos para sugerir que la religión puede ser uno de los impulsores de la cooperación, pero no el único. Su respuesta a las investigaciones de Purzycki y sus colegas se ha publicado también en la propia revista Nature. Bruggeman nos recuerda las revoluciones de 1989 contra el régimen comunista de la Unión Soviética, que fueron posibles gracias a la estrecha cooperación de individuos que no practicaban ninguna religión. Para Bruggeman, la red social que nació en las sociedades de nuestra especie incluso antes del establecimiento de la cultura neolítica promovió la reputación de ciertos individuos. Estos líderes habrían sido capaces de promover el nacimiento de la cooperación estable entre grupos distantes.

Nos quedaremos pues con la idea de que, como afirman los primatólogos, nuestro genoma estaba preparado para transformar ciertas conductas sociales de los simios antropoideos en un comportamiento mucho más complejo. Este comportamiento implica la prosocialidad y la cooperación más o menos interesada incluso entre grandes naciones.

José María Bermúdez de Castro