No es la primera vez que escribo sobre el yacimiento de Gesher Benot Ya´aqov, en Israel, ni creo que sea la última. Este lugar está activo y sigue proporcionando evidencias arqueológicas y paleontológicas de enorme interés. El yacimiento, que se conoce en el mundo académico por sus siglas, GBY, se encuentra situado en el pequeño valle de Hula, que cuenta con unos 196 kilómetros cuadrados y está rodeado por montes de baja altitud. En conjunto, este yacimiento pudo suponer una referencia para controlar un área de obtención de recursos de unos 1.500 kilómetros cuadrados. El yacimiento se sitúa al norte del valle del Jordán, no lejos de los altos del Golán. En el valle de Hula siempre hubo pequeños lagos, que propiciaron la presencia de grupos humanos durante milenios.
La cronología del yacimiento se estima en el entorno de los 780.000 años, una antigüedad muy similar a la del nivel TD6 del yacimiento de la cueva de la Gran Dolina, en la sierra de Atapuerca. De ahí el interés que tiene para nuestro equipo realizar un seguimiento de cuanto se localice en los diferentes niveles arqueológicos de este lugar del Corredor Levantino, cruce de caminos entre África y Eurasia. Esta circunstancia influyó sin duda en la cultura de los homininos que habitaron la región durante el Pleistoceno. Por ejemplo, en su día hablamos de las primeras evidencias bien contrastadas del uso sistemático del fuego en GBY, una innovación cultural que no se socializó en Europa hasta bien entrado el Pleistoceno Medio, hace unos 400.000 años.
En diciembre de 2016 tuvimos ocasión de conocer avances importantes en la investigación de GBY acerca de la dieta de los homininos que ocuparon esta región a finales del Pleistoceno Inferior. Las investigaciones fueron publicadas en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences (PNAS) y lideradas por Yoel Melamed y Naama Goren-Inbar, que ha dirigido las excavaciones del yacimiento durante muchos años. Este trabajo resume los hallazgos de restos de restos de semillas, frutos y otros vegetales, admirablemente conservados en el yacimiento. El hallazgo pudiera parecer de escaso interés. Pero son contadísimos los lugares donde se conservan este tipo de evidencias, que nos hablan de un modo directo sobre la parte vegetariana de la dieta de nuestros ancestros.
Los restos óseos se conservan en la gran mayoría de los yacimientos arqueológicos, y todos sabemos que las proteínas y grasas procedentes de los cuerpos de los mamíferos formaban parte del menú de los homininos. Otras investigaciones sobre el tipo de dieta se han centrado en la marcas encontradas en los dientes, que nos hablan de la dureza, consistencia y naturaleza de los alimentos consumidos. Muy posiblemente estas marcas quedaron en los dientes cuando los homininos masticaban algún tipo de vegetales. Además, los estudios isotópicos del carbono en los fósiles nos cuentan la proporción de plantas consumidas en los bosques cerrados o en los ambientes más abiertos y secos de las sabanas. Pero se trata siempre de inferencias obtenidas de manera indirecta y con poca o ninguna precisión sobre las especies vegetales ingeridas. Podemos imaginar que la dieta de nuestros ancestros del Pleistoceno tuvo que ser variada, ya que somos omnívoros. Seguramente no despreciábamos el exquisito sabor de los huevos de las aves y no haríamos ningún asco si nos comíamos crudos diferentes especies de anfibios, aves, reptiles, pequeños mamíferos, insectos y, por supuesto, pescados de ríos y lagos. Pero, ¿qué sabemos de las plantas comestibles?
En muchas regiones de África, con climas apropiados, no había problemas para conseguir alimentos de todo tipo. Pero la adaptación a los territorios de Eurasia implicó la necesidad de consumir alimentos estacionales. Los frutos están disponibles durante el verano y el otoño, mientras que durante el invierno solo se puede consumir la carne y la grasa de los animales. La región del Corredor Levantino es privilegiada, porque nunca sufrió los rigores de la épocas glaciales del Pleistoceno y permitió a los homininos explorar nuevas posibilidades para la dieta desconocidas en África. En diferentes niveles de GBY se han localizado concentraciones inusuales de semillas, restos de frutos y de bulbos subterráneos. Lo normal es que tales restos orgánicos desaparezcan por el pH demasiado alcalino o ácido de los suelos.
En esta nueva publicación de PNAS, Melamed y el resto de los miembros de la investigación señalan la presencia en GBY de semillas de Quercus (bellotas), castañas de agua (Trapa natans), semillas de Nuphar luteum, un tipo de nenúfar que crece en lagunas de agua dulce y cuyas raíces son algo amargas, semillas de Botumus umbelatus (otra planta acuática), o semillas de Vitis sylvestris (la vid silvestre). Los investigadores han contabilizado hasta 55 especies diferentes, que se corresponden aproximadamente con el 20% de la flora de la región en la actualidad. Un total de seis especies ya no existen en la zona, en parte por el hecho de que los terrenos se utilizan ahora para el cultivo.
El uso de hogares en GBY permite inferir que muchas de estas plantas pudieron ser cocinadas, enriqueciendo así tanto la digestibilidad de estas plantas como la posibilidad de obtener más calorías. En particular, los tubérculos subterráneos son demasiado fibrosos y la posibilidad de tostarlos en una brasas no solo potencia su sabor, sino que posibilita su digestibilidad. Como ejemplo, que mostramos en una imagen, la especie Trapa natans así como la nuez de los nenúfares Euryale ferox, contienen un 77% de hidratos de carbono, un 9,7% de proteínas y un 0,1% de grasas. En un alarde de imaginación muy sugerente, los autores del trabajo se preguntan por la cantidad de nutrientes conseguidos mediante una buena combinación de bellotas, aceitunas y cardo mariano (Sylibum marianum).
Todas estas evidencias nos confirman que la dieta de la gran mayoría de homininos que vivieron tanto en el Corredor levantino como en todo el Corredor Mediterráneo ha tenido siempre una dieta tan rica y sana como en la actualidad.
José María Bermúdez de Castro
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