El yacimiento de la cueva de la Gran Dolina, en la sierra de Atapuerca, tiene varios niveles arqueológicos y paleontológicos de una enorme riqueza. El nivel 10 (TD10) es uno de ellos. Su espesor supera los dos metros en algunas secciones y se ha subdividido en varios tramos (o subunidades) con criterios arqueológicos y geológicos. La riqueza de este nivel es de tal calibre, que la excavación de sus casi 100 metros cuadrados de superficie se ha realizado de manera continuada desde 1993. Parte de la superficie ya se está terminando, pero algunas secciones aún se excavarán por lo menos durante cinco años más. Dos de las subunidades de TD10, TD10-1 y TD10-2, contenían tal cantidad de restos que su excavación necesitó una buena dosis de paciencia y profesionalidad. Los fragmentos de huesos de diferentes especies, mezclados con herramientas de piedra, se acumularon en grandes cantidades en algunos sectores cercanos a la entrada de la cueva. Considerando la inclinación del suelo de la cavidad durante la mayor parte de su larga historia de más de un millón de años, es muy posible que los restos se desplazaran algunos metros hasta los lugares más planos o cercanos a la pared de la cueva, formando verdaderos osarios. Las numerosas dataciones realizadas en TD10 son muy consistentes. Prácticamente todos los métodos empleados coinciden en el rango de entre 350.000 y 450.00 años.
La acumulación de la subunidad TD10-2 es muy particular. Además de contener miles de herramientas fabricadas con un tecnología que ya estaba dejando atrás el achelense clásico ha proporcionado cerca de 25.000 fragmentos de huesos y dientes. Cuando se realizó la identificación de estos fragmentos resultó que la inmensa mayoría (22.532) pertenecían a un tipo de bisonte, que vivió en Europa durante buena parte del Pleistoceno Medio. Apenas un centenar de restos eran de caballos, ciervos y cabras, mientras que otro centenar pudieron atribuirse a panteras, lobos y otros cánidos. Muchos restos no se pudieron identificar debido a su grado de fragmentación ¿Cómo interpretar este registro tan sesgado, casi mono- específico?
Antes de responder a esa pregunta, es interesante mencionar un dato que ha llamado siempre la atención de los yacimientos de la sierra de Atapuerca: la ausencia del dominio del fuego durante el Pleistoceno Medio. Aunque no se hubieran encontrado los restos de las hogueras por una pura cuestión de azar, los restos óseos tendrían trazas de fuego caso de haber sido procesados en esas supuestas hogueras. La parte superior de cueva de la Gran Dolina tuvo un enorme portalón durante la segunda mitad del Pleistoceno Medio, donde los homininos acamparon y se protegieron. Es el lugar perfecto para haber encendido fuego. La ausencia de hogares puede responder a dos hipótesis: 1- el clima era tan favorable (incluso de noche) que los humanos de aquella región no utilizaron un elemento cultural bien extendido por Europa en aquel período; 2- la cultura del fuego tardó mucho en llegar hasta la península Ibérica.
Antonio Rodríguez-Hidalgo se encargó de estudiar el registro arqueológico de TD10-2 como parte sustancial de su tesis doctoral. La mayoría de los datos de ese trabajo acaban de publicarse en la revista Journal of Human Evolution. La cantidad de datos incluidos en este artículo es enorme y resulta imposible resumirlos en una página. Así que mencionaré la conclusión más importante. Los humanos que vivieron en la meseta Norte de la península Ibérica eran verdaderos expertos en la caza del bisonte. Por supuesto, esta es la respuesta inmediata que todos habríamos dado al conocer la información resumida de los datos del yacimiento. Lo más interesante es que el abatimiento de estos animales se producía mediante cacerías planificadas y perfectamente organizadas, como lo hicieron por ejemplo los aborígenes americanos hace tan solo unos pocos cientos de años. En el registro de TD10-2 no existe una selección de los bisontes por su edad, sino que aparecen individuos de corta edad, juveniles y adultos. Esa mortalidad es de tipo “catastrófico” y se explica por matanzas organizadas de grupos de bisontes, transportados después a la cueva. La identificación de la regiones anatómicas sugiere que se transportaron sobre todo las extremidades, las articulaciones de éstas con el resto del cuerpo (coxales y escápulas). Apenas se encuentran trozos de cráneos, mandíbulas, dientes o costillas. Es decir, las entrañas o el cerebro se solían consumir en el lugar de caza, y se transportaban fundamentalmente las partes más ricas en paquetes musculares. Este es un comportamiento muy común, inferido en otros muchos yacimientos.
En definitiva, seguimos desterrando la idea de que somos una especie muy particular, con habilidades exclusivas. Muchas de esas habilidades ya estaban presentes en humanos muy antiguos. Tan solo es necesario observar a los chimpancés en libertad para comprobar su comportamiento y sus capacidades, y llegar a la conclusión de no somos tan especiales como nos creemos. Hace 400.000 años Europa estaba colonizada por homininos de una especie distinta a la nuestra, cuyos grupos cooperaban de manera eficaz, planificaban y organizaban partidas de caza formadas por un cierto número de individuos. Eran capaces de abatir docenas de bisontes para disponer de su carne quizá durante semanas. Es evidente que la comunicación entre los grupos de un determinado territorio estaba fundamentada en algún tipo de lenguaje común.
Finalmente, los datos de TD10-2 sugieren que la estancia de los humanos en la cueva de Gran Dolina era estacional. Algunos carnívoros aprovecharon los restos que los humanos dejaban atrás al abandonar la cueva, quizá buscando regiones más cálidas durante los duros inviernos de la meseta Norte.
José María Bermúdez de Castro
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