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Una de las cuestiones más complejas en el ámbito de las ciencias humanas es el inicio de las religiones. Sobre esta cuestión ya se han vertido ríos de tinta y el debate seguirá siempre abierto. Las religiones, tal y como las conocemos y se practican en la actualidad, se caracterizan por una mayor o menor complejidad conceptual, que implica la idea de lo sobrenatural. Es decir, la capacidad de reflexionar sobre algo que va más allá de lo que cualquier ser vivo percibe a través de sus sentidos. Además, las religiones han desarrollado una serie de rituales o liturgias, que se llevan a cabo para demostrar de manera activa las creencias, mitos y dogmas asociados a ese pensamiento abstracto. No menos importante es la correlación entre ese pensamiento y el concepto del bien y del mal, o lo que conocemos como moralidad. Ese concepto conlleva una serie de normas éticas de obligado cumplimiento. La existencia actual de más de más de 4.000 religiones y sus múltiples variantes es un dato espectacular, relacionado con la enorme diversidad de creencias, rituales o normas de conducta.

 

El soporte de la cultura religiosa está en las personas que conforman cualquier sociedad, por lo que solo podemos pensar en una religión compleja asumiendo que se practica en el seno de grupos sociales también de cierta complejidad. Es por ello que tendríamos que asumir el origen de las religiones desarrolladas en el momento en el que los grupos humanos se organizaron en un territorio de límites definidos. Esto sucedió en el Neolítico, hace casi 9.000 años antes del presente, con la innovación que supuso en varias regiones del planeta la economía productiva basada en la agricultura y la domesticación de los animales. Este enorme cambio social trajo consigo un crecimiento demográfico de las poblaciones humanas desconocido hasta entonces. La continuidad de la población a través del territorio mejoró de manera sustancial la comunicación y la socialización de cualquier innovación cultural, incluyendo por supuesto las intangibles (conceptos, creencias, ideas) y las tangibles (técnicas). Al mismo tiempo, la organización de los recursos y del territorio requirió la necesidad de normas de conducta. Sin duda, la llegada de esta nueva forma de vida a las sociedades humanas supuso el momento ideal para el desarrollo de las religiones, como una forma de cultura necesaria para el orden moral de las sociedades de entonces. Pero, ¿y antes de Neolítico?

 

Por supuesto, el debate sobre el origen del pensamiento complejo de lo sobrenatural hay que buscarlo antes del Neolítico. Incluso, las normas sociales de los chimpancés representan la base cognitiva de lo que se ha ido desarrollando en la genealogía humana. El enterramiento de los cadáveres asociado a rituales más o menos elaborados, que practicaron los neandertales y los más antiguos representantes de nuestra especie desde hace más de 200.000 años, sino antes, sugiere que las religiones actuales no son sino la cristalización de lo que se había venido gestando desde hace mucho tiempo. Las normas éticas, que suponen una forma de moralidad, el respeto a los difuntos y las innegables capacidades para el pensamiento simbólico de los humanos del Pleistoceno precedieron a la necesidad adaptativa social de las religiones modernas. Las pinturas y los grabados de las cuevas de África y Europa quizá nos hablan de creencias sobrenaturales. Por descontado, todo son hipótesis cuando no conjeturas que no se pueden contrastar. Imposible viajar al pasado para entrevistar a los responsables de estas evidencias.

 

En las sociedades más desarrolladas del Neolítico pudo ser relativamente sencillo reforzar la idea de la existencia de deidades, que podían vigilar nuestro comportamiento cooperativo. De ese modo, cuando cada ser humano tuvo que relacionarse de manera indirecta con otros muchos seres humanos, los entes superiores imaginarios fueron un elemento cognitivo y coercitivo perfecto para la cohesión social. El temor a un castigo o a un premio tanto en la vida presente como en el “más allá” es un concepto muy complejo, difícil de inferir a partir de las evidencias tangibles dejadas por nuestros ancestros del Pleistoceno.

 

José María Bermúdez de Castro