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En su magnífica novela “El Clan del Oso Cavernario”, la escritora Jean M. Auel nos relata, entre otros muchos aspectos de la vida de los neandertales, la violencia ejercida por los hombres de la tribu sobre sus mujeres. Es evidente que la escritora está reflejando en su trabajo una de las lacras más horribles que figuran en el expediente de las sociedades modernas. Pero, ¿qué grado de certidumbre podemos dar a la imaginación de la Jean Auel?, ¿hemos heredado este comportamiento de las especies humanas que nos han precedido? Aunque no podemos viajar a la prehistoria para observar la conducta de los neandertales, tenemos datos suficientes para discutir este caso.

 

Resulta sencillo inferir del registro fósil que la selección natural ha favorecido la violencia en la genealogía humana. El hallazgo de muchos fósiles humanos en diferentes yacimientos (como los de Atapuerca) testimonian la existencia de violencia ¡nter-grupal (canibalismo, ataques individuales con resultado de muerte, etc.). En otras palabras, la guerra nos ha acompañado siempre, quizá como una manera de regular el número de individuos frente a los recursos del medio. Hemos de vivir con ello. Aunque las guerras parezcan relacionadas exclusivamente con otros fenómenos (ideologías, rivalidades, etc.), detrás de una contienda se esconde siempre la apetencia por los recursos del contrario. Pero, ¿qué podemos decir de la violencia intra-grupal?

 

Nuestra especie tiene un marcado carácter social, heredado de las especies más antiguas del linaje humano. Este comportamiento se vio reforzado en el género Homo por la necesidad de cuidar a los hijos durante varios años y de cooperar activamente en la obtención de los alimentos. Las tribus del Pleistoceno (incluidos los neandertales que nos describe Jean Auel) estarían formadas por una veintena de individuos, que basaban su éxito como grupo en la estrecha cooperación social. A partir de lo que se conoce sobre la demografía y la biología de aquellas especies, no es difícil estimar que al menos un sesenta por ciento de los integrantes del grupo eran niños y niñas de menos de diez años. Las madres representarían aproximadamente el 20 por ciento de los integrantes de la tribu y de ellas dependía la existencia del grupo y la estabilidad demográfica de la población. Con sinceridad, no parece probable que los machos de aquellas tribus del pasado tuvieran tiempo para dedicarse a maltratar a sus mujeres y menos para degradar o eliminar a las pocas madres reproductoras que, además, participaban de manera proactiva en la obtención de la mayor parte de los recursos.

 

Así que no nos queda más remedio que mirar a las sociedades modernas para buscar el origen de esta conducta tan reprobable. Aunque el comportamiento masculino conlleva un cierto grado de agresividad, propia de especies con un creciente grado de comportamiento predador, es evidente que la violencia contra las mujeres es un elemento cultural adoptado por las sociedades modernas de cierta complejidad. Los últimos milenios de la llamada cultura occidental (la que mejor conocemos) se han caracterizado por el creciente predominio del elemento masculino, apoyado en determinadas creencias religiosas. Tenemos un ejemplo muy próximo en la religión católica, que bebe de unas fuentes en las que describe de manera explícita la culpabilidad primigenia femenina. De este modo, la mujer llegó a tener un papel secundario y pasivo en muchas sociedades. Pero no solo en las occidentales, como bien saben los lectores. Muchas culturas otorgan un papel secundario a la mujer, relegada a su rol como madre, cuidadora del hogar y de la prole. Esta forma de pensar no implica necesariamente violencia, pero si una forma de reducir el potencial del talento global de una sociedad. Quizá deberíamos echar una mirada hacia atrás y rebobinar la película. Tal vez aprenderíamos algo y haríamos las cosas de otro modo.

 

José María Bermúdez de Castro