Cuando recorremos varios cientos de kilómetros por carretera recibimos una ingente cantidad de información mediante símbolos aprendidos desde la infancia. En cada momento sabremos a que atenernos en nuestra conducción. Nadie estará pendiente de informarnos sobre posibles peligros, recomendaciones, necesidades, etc. Todo está a la vista para que nuestra mente integre la información en décimas de segundo. Incluso, aquellas personas que nos alertaban sobre la necesidad de reducir la velocidad por obras en la calzada han sido sustituidas por infames muñecos vestidos con un mono y su correspondiente casco reflectante, que agitan de manera automática una bandera de aviso.
Lo mismo sucede si circulamos por un hospital o cualquier edificio de grandes dimensiones. Los símbolos informativos están por todas partes, indicando direcciones a seguir, posibles peligros, prohibiciones expresas o el lugar donde podemos satisfacer nuestras necesidades fisiológicas. Este es un mundo sin palabras, quizá deshumanizado pero tremendamente eficaz y universal. Si entras en una cafetería no será difícil dar con el excusado, pero como somos primates sociales siempre nos puede la necesidad de preguntarle a un camarero y escuchar una frase tan familiar: “la primera puerta a la derecha”.
Este es el mundo de las prisas, superpoblado, en el que nos educamos desde niños para integrar en nuestros circuitos mentales miles de símbolos en un lenguaje mudo y pragmático.
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