Seleccionar página

Hace ya casi treinta años varios paleoantropólogos cuestionaron por primera vez que los australopitecos y otros homininos del Plioceno y del Pleistoceno Inferior tuvieran un desarrollo tan prolongado como el de Homo sapiens. Esta hipótesis había tenido sus defensores durante los años setenta del siglo XX. Sin embargo, algo fallaba en este planteamiento. Como escribía Timothy Bromage en 1987, uno de los científicos que falsaron esta hipótesis, “si los australopitecos crecían y se desarrollaban como nosotros, ¿por qué no fueron iguales a Homo sapiens en aspectos tales como la estatura o el tamaño del cerebro?. Timothy Bromage terminaba su frase comentado que “los australopitecos fueron como los conocemos porque crecían y se desarrollaban como australopitecos” (traducción del autor del blog). Quizá nos parezca una frase de Perogrullo, pero fue necesario demostrarla para que algo tan obvio fuera aceptado por la comunidad científica. Ciertamente la duración y el modo del desarrollo tienen consecuencias de gran importancia en el aspecto de las especies. Nosotros tardamos unos 18 años en alcanzar la estatura definitiva del estado adulto y nuestro cerebro alcanza el cien por cien de su tamaño hacia los siete años, por citar tan solo un par de rasgos discriminantes con respecto al desarrollo de los chimpancés.

La clave para averiguar la duración y el modo del desarrollo de los homininos extinguidos se encontró en las investigaciones sobre la histología de los dientes. El esmalte y la dentina se forman a partir de ciertas células (ameloblastos y odontoblastos) mediante incrementos diarios (circadianos) solo visibles con microscopio electrónico. Contrariamente a lo que sucede en los huesos, que experimentan una constante remodelación, los tejidos dentales permanecen invariables en su conformación a lo largo de la vida. La fosilización conserva perfectamente la estructura de los tejidos dentales, que pueden ser examinados aunque hayan transcurrido varios millones de años. De este modo, es posible contar con infinita paciencia cada uno de los mínimos incrementos diarios de esmalte y dentina que se producen a lo largo del desarrollo de toda la dentición, tanto la de leche (decídua) como la permanente, y averiguar con notable precisión el tiempo de formación de todos y cada uno de los dientes. No quiero entrar en la prolija descripción de detalles sobre la forma en la que se depositan el esmalte y la dentina y la geometría que adoptan estas sustancias en los dientes. Sin embargo, es importante saber que existe una correlación muy alta entre el desarrollo de los dientes y el desarrollo somático general. En particular, nos interesa conocer que el desarrollo cerebral representa un auténtico “marcapasos” de todo el desarrollo del organismo y, por tanto, guarda una correlación muy estrecha con el desarrollo dental.

Así pues, realizando investigaciones de “ingeniería inversa” podemos averiguar el tiempo que tardaban los australopitecos o los habilinos en alcanzar el estado adulto o en lograr el cien por cien del tamaño de su cerebro. Como explicaba antes, el método requiere tiempo y paciencia. Pero la histología dental es un ámbito de la ciencia con más de cien años de experiencia en ciertos países, como el Reino Unido, y ya es posible obtener datos que casi rayan en la ciencia ficción gracias a la sofisticación de las técnicas a nuestro alcance. La mayor dificultad reside precisamente en disponer de dientes fósiles adecuados para el estudio, que en ocasiones han tenido que ser sacrificados en aras de la obtención de buenos resultados. Gracias a todo ello se ha podido confirmar que los australopitecos tenían un desarrollo similar al de los chimpancés y que la prolongación y complejidad del desarrollo que caracteriza a nuestra especie comenzó tímidamente con el género Homo. Sin embargo, los homininos probablemente no consiguieron un modelo de desarrollo como el nuestro hasta hace relativamente poco tiempo.

Los primeros años de vida son esenciales para lograr un determinado tamaño cerebral. Como explicamos en posts anteriores, la mayor velocidad de los tejidos cerebrales durante la gestación y los primeros meses de vida extrauterina pudieron ser esenciales en la consecución de un cerebro más grande. Además, la progresiva prolongación hasta tres años más del período infantil fueron determinantes para que el cerebro fuera alcanzando las cotas actuales. Nuestro cerebro logra su tamaño definitivo hacia los siete años, mientras que en los chimpancés este hecho sucede hacia los cuatro años. En definitiva, la suma de una tasa más elevada y un tiempo más prolongado posibilitaron que nuestro cerebro haya triplicado su volumen con respecto al de los australopitecos.

Sin embargo, no podemos conformarnos con este dato. Es bien conocido que no todas las regiones del cerebro han aumentado en la misma proporción. Mientras que cierta región del área de la corteza prefrontal ha crecido hasta seis veces más que en los chimpancés, otras áreas (como el llamado córtex insular) han crecido tan solo 1,5 veces con respecto al de estos primates. Teniendo en cuenta que nuestro cerebro es hasta tres veces más grande que el de los chimpancés, el córtex insular ha experimentado un decrecimiento relativo muy notable. Además, resulta sorprendente que el espesor del córtex cerebral, aún siendo más extenso en Homo sapiens, tenga el mismo grosor que el de los chimpancés, los gorilas y los oranguntanes.

Por otro lado y como ejemplo, si se compara la forma del cerebro de Homo erectus con la de Homo sapiens (lo único que es posible hacer a partir de los fósiles) también notaremos significativas diferencias de forma. Nuestro cerebro es más alto y las partes más elevadas del córtex temporal están más abultadas. Así que no podemos quedarnos solo con los datos sobre el tamaño, sino reflexionar sobre la forma del cerebro. También (y sobre todo) es fundamental pensar sobre la velocidad con la que se desarrollan nuestras capacidades cognitivas. Solo así podremos llegar a intentar comprender las diferencias (y también las similitudes) entre el cerebro de los australopitecos, los habilinos, los erectinos,  los chimpancés, etc. con nuestro cerebro.