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Aunque ya no podemos sorprendernos por casi nada, resulta patética la falta de formación de muchos de los responsables de las administraciones públicas. Aún resulta más sorprendente la falta de criterio de quienes tienen la responsabilidad de dirigir los destinos de la ciencia. Unos y otros parecen no tener capacidad para vislumbrar el futuro. Las grandes entidades privadas crearon hace tiempo su propio I+D+i (investigación+desarrollo+innovación), sabiendo que se trata de la mejor inversión para el futuro de sus negocios. Las administraciones públicas de los países más desarrollados aprendieron hace mucho tiempo la lección y apostaron por el desarrollo continuado de la ciencia. Así les va y así nos va. A la postre, las patentes conseguidas con dinero publico y bien gestionadas representan una formidable fuente de ingresos. No valen excusas ni discursos demagógicos. La práctica de la ciencia requiere una parte muy pequeña del PIB de cualquier país.

Desde hace muchos años, leo convocatorias oficiales de proyectos de investigación y sigo sin salir de mi asombro. La ciencia se clasifica en compartimentos bien etiquetados, algunos de los cuales tienen preferencia sobre otros. Esta jerarquía viene determinada por la falsa creencia de que existen al menos dos tipos de ciencia. Por un lado tendríamos una ciencia complaciente y lúdica, destinada a entretener las mentes de unos cuantos científicos dispuestos a enriquecer el conocimiento de la humanidad. La otra ciencia sería pragmática y con el claro objetivo de conseguir patentes a golpe de talonario. Es lo que se ha venido en denominar “ciencia aplicada” y, por descontado, tiene prioridad. En realidad, todos los científicos sabemos que la ciencia no tiene apellidos. Solo existe la Ciencia, con mayúsculas. Pero nadie es perfecto y nos dejamos querer; si nos dan más dinero, bienvenido sea y que los demás se fastidien.

¿Es que acaso alguien se imagina que los televisores o los teléfonos móviles surgieron de la noche a la mañana mediante un proyecto diseñado al efecto? Detrás de todos los artilugios que en apariencia nos hacen la vida más sencilla existen muchos años de investigación sobre aspectos que no tienen nada que ver con tales inventos. La Ciencia trabaja en silencio y realiza logros que, a corto plazo, nunca se manifiestan en aplicaciones prácticas. Cuantas veces hemos leído o escuchado titulares grandilocuentes sobre la cura de una determinada enfermedad, cuando en realidad los científicos nos explican que se han dado pasos en la dirección adecuada para conseguir una vacuna, tal vez dentro de diez o quince años.

Es una obviedad decir que la tecnología (la aplicación de los conocimientos científicos) sigue una trayectoria exponencial. Pero una cosa es la tecnología y otra muy distinta la Ciencia. Sin el desarrollo de la ciencia no existiría la tecnología. Incluso detrás del desarrollo de las herramientas de piedra de nuestros antepasados del Pleistoceno existía una experiencia previa sobre las propiedades de los materiales y la forma más eficaz de los útiles. Por supuesto, muchos resultados científicos acaban en el cesto de los papeles, como las primeras páginas de un novelista que comienza su obra. Pero de cuando en cuando suena la flauta (un nuevo paradigma) y no es por casualidad. Es entonces cuando se produce una cascada de nuevos avances científicos y tecnológicos. Y para que la flauta esté afinada quizá hayan hecho falta muchos errores y nuevos ensayos.

Por último, no puedo dejar de romper una lanza a favor de la humanidades. Son muchos los se pregunten sobre la utilidad de determinados conocimientos, como el estudio de las lenguas extinguidas o la historia ¿Para que sirven? -me preguntan en muchas ocasiones- ¿Para que invertir en este tipo de estudios? ¿No es perder tiempo y dinero? De nuevo surge la cultura pragmática, impresa a sangre y fuego en nuestras mentes incautas. Es difícil responder a esa pregunta, cuando existe un bombardeo continuo sobre los recortes en educación o sanidad. El aforismo griego “conócete a ti mismo”, que está redactado sobre la piedra del antiguo templo de Apolo, en Delfos, y de atribución dudosa a varios filósofos de la antigua Grecia, puede ser la mejor respuesta a esa pregunta. Si los seres humanos no tenemos un mejor conocimiento de nosotros mismos, sobre la identidad, los valores y las limitaciones de nuestra propia especie, tropezaremos una y otra vez en la misma piedra. Lo que parece ser bueno para hoy puede ser una fatalidad para el día de mañana. Enriquecer el conocimiento y hacer partícipe de el a toda la sociedad es la única manera de no avanzar a ciegas, con una peligrosa venda sobre los ojos.