Cuando hablamos sobre el bipedismo enfatizamos la estupenda ventaja que supone para nosotros la liberación de las extremidades anteriores y la manipulación de objetos con las manos. Nos hemos elevado del suelo y dominamos un amplio horizonte, que no pueden ver otros mamíferos. El cerebro tuvo más opciones para crecer en el ambiente cultural creado a través de su conexión con las manos. Sobre el bipedismo también destacamos los profundos cambios experimentados por la pelvis y su repercusión en el parto. En realidad, el esqueleto de todas las especies de la genealogía humana tuvo que sufrir una reestructuración para adecuarse a la nueva situación biomecánica. Los mamíferos cuadrúpedos distribuyen su peso sobre un área muy amplia y bien delimitada por las cuatro patas. En cambio, todo nuestro peso descansa sobre un área muy pequeña, acotada por los pies. Las ventajas del bipedismo y la liberación de la manos de la locomoción no nos ha salido gratis. El precio está repartido entre distintas partes anatómicas, incluida la columna vertebral y en aspectos tan sensibles como el parto. Pero se habla poco de los pies que, a la postre, reciben toda la carga que conlleva el peso del cuerpo y el movimiento. Los pies son la parte menos visible y, en términos poéticos, quizá la menos bella de nuestra anatomía. Pero ese “sacrificio” ha sido fundamental para conseguir la eficacia biomecánica del resto del cuerpo.
En consonancia con su compleja función, los pies han experimentado una remodelación considerable con respecto a las patas traseras de nuestros ancestros cuadrúpedos. En un post anterior escribía sobre la morfología de los pies de los ardipitecos, cuyo aspecto podría ser muy parecido al de nuestro antepasado común con el linaje de los chimpancés, pero cuya rígida estructura estaba comprometida con la locomoción bípeda. Hace 3,6 millones de años los humanos ya disponíamos de un pie como el actual. Así lo demuestran las conocidas huellas de Laetoli, en Tanzania, impresas por miembros de la especie Australopithecus afarensis en el barrizal provocado por la lluvia y las cenizas del volcán Sadimán.
El pie humano es un verdadero prodigio de arquitectura biológica, perfectamente “diseñado” por la selección natural para soportar todo el peso del cuerpo y favorecer el movimiento durante la locomoción. Los 26 huesos del pie disponen de 33 articulaciones, que permiten una cierta movilidad. Además, los huesos dan soporte a un conjunto muy complejo de hasta 100 músculos, ligamentos y tendones, que unen el pie al resto de su correspondiente extremidad inferior y permiten una serie de movimientos necesarios para la locomoción. De la pata trasera totalmente flexible de los primates cuadrúpedos tuvimos que construir un pie mucho más rígido, pero con capacidad para disipar la energía que le llega cuando caminamos o corremos. Los humanos hemos aprendido a construir cimientos capaces de resistir el peso de un rascacielos, que puede estar sometido
a movimientos sísmicos frecuentes e intensos. Aún así, difícilmente podremos emular a la naturaleza y construir cimientos tan complejos y resistentes como nuestros propios pies.
Como todos conocemos, el pie humano tiene dos arcos longitudinales, externo e interno, y un arco transversal. El conjunto forma la bóveda plantar, que permite la adaptación del pie a cualquier terreno. A esa plasticidad se une la firmeza del edificio anatómico que forman los pies, la capacidad para evitar que las fuerzas de choque se transmitan hacia las piernas y el resto del esqueleto, así como la disposición de los huesos del pie para actuar como propulsor del cuerpo durante la marcha. Cualquier malformación de los pies (congénita o adquirida), el exceso de peso y la edad nos pasan una factura muy cara o imposible de pagar. Durante varios millones de años nuestros pies realizaron perfectamente sus funciones sin ningún tipo de protección. En la actualidad procuramos disponer de un calzado cómodo y adecuado para preservar a los pies de las inclemencias del tiempo o de la dureza del terreno. Los pies representan una de la partes mejor protegida de nuestra anatomía. No es para menos. Su “sacrificio evolutivo” merece esa recompensa.
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