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En 1975 los investigadores Colin Groves y Vratislav Mazák propusieron que ciertos restos de homininos africanos, como los cráneos KNM ER 3733 y KNM ER 3883 (1.750.000 años) tenían que clasificarse en una nueva especie: Homo ergaster. Su propuesta, realizada en una revista poco conocida, pasó inadvertida para la mayor parte de los especialistas. Estos investigadores notaron diferencias importantes entre los restos asiáticos asignados a Homo erectus y los fósiles encontrados en África. En los años 1980, Bernard Wood recogió el guante de Groves y Mazák y se convirtió en el principal defensor de su propuesta taxonómica. Las diferencias entre los homininos africanos y los asiáticos quizá no eran extraordinariamente llamativas, pero suficientes para pensar que África fue colonizada desde hace más de 1.700.000 años por una especie de proporciones muy similares a la nuestra y un cerebro que sobrepasaba de largo los 800 centímetros cúbicos. Muy lejos de África, en el sudeste asiático, prosperaba otra especie muy parecida y convergente en los dos aspectos mencionados. Las diferencias en la forma del cráneo eran suficientes para pensar en cada parte del planeta estaban evolucionando dos especies distintas, quizá originadas de un ancestro común.

Comparación del cráneo de Dmanisi D 4500 (centro de la imagen) con cráneos de Homo ergaster (arriba, derecha e izquierda), Homo rudolfensis (abajo a la izquierda) y Homo habilis (abajo a la derecha). Fuente: “Nature”.

Pronto surgieron las críticas a esta propuesta y el mundo de la paleoantropología se dividió entre los partidarios de la dualidad Homo erectus/Homo ergaster y de los proponentes de que una única especie, Homo erectus, vivió tanto en África como en Asia desde hace casi 1,8 millones de años hasta su desaparición total de Asia, hace unos 60.000 años. Quizá por la fuerza de la costumbre y la tradición -recordemos que la especie Homo erectus fue propuesta en 1981 por Eugène Dubois-, la mayoría de los prehistoriadores hablan en sus textos de Homo erectus, cuando se refieren a los humanos de todo ese largo período. Otra cosa sucede cuando los especialistas y defensores de una u otra alternativa presentan sus propuestas y se ponen encima de la mesa las discrepancias.

Con independencia de quién lleve la razón y de que las diferencias entre los ejemplares asignados a cada especie puedan magnificarse o minimizarse, lo cierto es que las poblaciones humanas del Pleistoceno vivieron en ambientes muy diferentes y separados no solamente por miles de kilómetros, sino por barreras geográficas de gran envergadura. Podemos recordar que durante el Pleistoceno el enfriamiento climático originó la formación de desiertos infranqueables tanto en África como en Asia. Este hecho motivó sin duda la separación de muchas poblaciones en lugares privilegiados -verdaderos refugios- para la vida de los homininos. Buena parte del este, el sur y una estrecha franja del norte de África fueron el mejor hogar para nuestros antepasados. En Asia podemos hablar de la India, la mayor parte del sur y del centro China y todo el sudeste asiático. En todo caso, lugares muy distantes y distintos.

En 2006, a propósito de su tesis doctoral, la investigadora María Martinón Torres se atrevió a proponer que el origen común de las dos poblaciones pudo ser asiático y no africano, tal como había sido aceptado desde siempre. Su propuesta derivó del estudio en primera persona de los fósiles humanos hallados en el yacimiento georgiano de Dmanisi, situado a las puertas de Europa. Los homininos de Dmanisi (1,8 millones de años) son los representantes del género Homo más antiguos hallados hasta el momento. Es probable que los miembros de este género se adentraran en Eurasia hace unos dos millones de años. Su aspecto no debió de ser muy diferente a los fósiles encontrados en Dmanisi. El estudio de los restos fósiles de Dmanisi, como no, ha dividido a los investigadores que hemos tenido el privilegio de estudiar los originales. Su aspecto recuerda en parte a los Homo ergaster más antiguos, incluyendo el esqueleto postcraneal, pero sin olvidar ciertas similitudes con Homo habilis. El tamaño del cerebro de los humanos de Dmanisi está comprendido en el rango de esta última especie. María Martinón se fijó en los dientes (su especialidad). A partir de una extensa muestra de dientes de humanos fósiles llegó a la conclusión de que los humanos de Dmanisi están notablemente más próximos a los fósiles africanos que a los asiáticos. De ahí su propuesta (plasmada poco después en la revista PNAS) de que humanos como los de Dmanisi pudieron ser el origen de Homo erectus en Asia y de Homo ergaster en África.

El posible regreso de los homininos a su hogar africano parecía una utopía si el registro fósil se estudia con ideas preconcebidas. Pero María Martinón era entonces muy joven como para tener su mente contaminada con viejas hipótesis, casi convertidas en dogmas por la fuerza de la costumbre. En realidad, los humanos no salimos de África hace dos millones de años, sino que extendimos nuestra área de distribución hasta los pies de Cáucaso, por territorios entonces muy similares a los que había en el este de África. Se trata de dos conceptos muy diferentes. Es por ello que la hipótesis de María Martinón tiene que ser tomada muy en serio. El aspecto de los humanos de Dmanisi es el mejor aval a su propuesta. La región formada por el este de África y su prolongación natural hacia el norte pudo ser la cuna de Homo ergaster. Desde esa región, los humanos viajamos hacia Asia, donde prosperó una nueva especie: Homo erectus. Este podría ser un escenario muy plausible. Los defensores de la especie única no tienen más remedio que incluir  [con calzador] a los humanos de Dmanisi en la especie Homo erectus, para que todo cuadre a la medida de su hipótesis.