La portada de la revista Nature nos acaba de presentar el cráneo de un cazador y recolector africano de unos 10.000 años de antigüedad. El hueso frontal aparece literalmente aplastado por un golpe brutal e intencionado, que debió causar la muerte instantánea al propietario de este cráneo. Se trata de uno de los 10 individuos (de un total de 28 identificados) con lesiones traumáticas severas, recuperados en el yacimiento de Nataruk en la proximidades de la ribera oeste del lago Turkana (Kenia). La investigadora Marta Mirazón Lahr, que trabaja en la Universidad de Cambridge y está afiliada al Instituto de la Cuenca de Turkana, en Nairobi, presentó la semana pasada junto a un numeroso grupo de colegas un estudio impresionante sobre la matanza ocurrida en los inicios del Holoceno. Los fallecidos, hombres, mujeres y niños, fueron masacrados por otro grupo y sus cuerpos abandonados en el mismo lugar de la matanza. En la actualidad el sitio de Nataruk es semidesértico, pero hace 10.000 años rebosaba de riqueza en recursos para los grupos que vivían de la pesca, la caza o la recolección.
Doce de los individuos identificados en Nataruk aparecieron muy completos, con sus huesos articulados, mientras que el resto se reconocieron por unos pocos restos óseos. Entre los 28 individuos se cuentan seis niños, un adolescente con indudables problemas de crecimiento, cuatro mujeres y el resto son hombres. Algunos cadáveres se identificaron por unos cuantos fósiles, sin información suficiente para estimar el sexo. Los cadáveres no fueron enterrados, y aparecen distribuidos al azar en un área muy amplia de unos 200 X 200 metros. El conjunto arqueológico que acompaña a los cadáveres está representado por unos 130 instrumentos de piedra, la mayoría concentrados en un punto concreto del área excavada. En la proximidades del hallazgo se localizó un conjunto arqueológico más rico, de unos 36 metros cuadrados. Quizá se trate del campamento provisional donde pernoctaban los infortunados miembros de aquel grupo de cazadores y recolectores africanos. En este lugar se han encontrado arpones de hueso, que sirvieron para la pesca en el lago Turkana hace 10.000 años.
Los autores del artículo de Nature describen las lesiones que dejaron su huella en el esqueleto, y que aún conservan los proyectiles de piedra que impactaron en sus cuerpos. La mayoría de las lesiones afectaron al cráneo, pero también se observan lesiones en las costillas, las rodillas, las manos o los pies. Los restos de los niños, así como los de un feto a término o un bebé recién nacido, indican que la matanza fue indiscriminada. No se observan indicios de canibalismo ni procesado alguno de los cadáveres. Los autores concluyen al final de su artículo que el objetivo del ataque pudo ser un conflicto territorial por la disputa de la riqueza del lugar, o simplemente estuvo relacionado con el robo de mujeres, niños o provisiones. Todo ello, por supuesto, muy especulativo. Pero lo que realmente importa es el hallazgo en si mismo y su significado.
Hace ya muchos años que Raymond Dart sugirió signos muy claros de violencia entre los australopitecos hallados en la cueva de Makapansgat, en Sudáfrica, cuya antigüedad supera los tres millones de años. La hipótesis de Dart dio lugar al libro titulado “Génesis africana” publicado en 1961 por el periodista norteamericano Robert Ardrey. Las terribles huellas de las guerras mundiales del siglo XX fueron terreno abonado para considerar que nuestros orígenes estuvieron marcados por la violencia. Los supuestos signos de matanzas entre los grupos de australopitecos de Makapansgat fueron desmentidos por otras evidencias y la pregunta sobre nuestro supuesto carácter agresivo quedó en el aire. Cierto es que los chimpancés pueden llegar a un grado de violencia extrema en casos aislados, cuando los recursos escasean. Es posible que los homininos del Plioceno tuvieran un comportamiento no muy diferente al de los chimpancés actuales. Pero no podemos extrapolar el comportamiento de estos primates al que tuvieron nuestros ancestros. Necesitamos evidencias científicas inequívocas para proponer las oportunas hipótesis.
Las claras huellas de canibalismo observadas en los restos fósiles humanos del nivel TD6 del yacimiento de la cueva de la Gran Dolina, en la sierra de Atapuerca (850.000 años), representan por el momento las evidencias de violencia intergrupal más antiguas conocidas en la larga historia de la evolución humana. Aún así, estas evidencias están mucho más cercanas a nosotros que a los orígenes de la genealogía humana y pertenecen a una especie del género Homo. Los claros signos de violencia interpersonal observados en uno de los 28 individuos identificados en el yacimiento de la Sima de los Huesos de la sierra de Atapuerca insisten en la naturaleza violenta de otra de las especies del género Homo. Quién sabe si la acumulación de los 28 cadáveres de este yacimiento, datado en 430.000 años, estuvo relacionado con algún tipo de enfrentamiento como el de Nataruk. Pero lo cierto es que 400.000 años más tarde los miembros de nuestra propia especie masacraban a los grupos rivales sin piedad y de forma indiscriminada.
Sin descartar el comportamiento violento en los ardipitecos o los australopitecos, cabe la posibilidad de especular que la agresividad intergrupal fue cada vez más frecuente en las especies del género Homo. El impresionante crecimiento demográfico de nuestra especie se ha resuelto con harta frecuencia en enfrentamientos territoriales, que tienen su culminación en lo que conocemos como “genocidios”. Sin embargo, las evidencias de Nataruk ya no permiten asumir que nuestro comportamiento violento tiene sus raíces en disputas territoriales de poblaciones demasiado numerosas y con recursos limitados. Durante el Plioceno y el Pleistoceno las poblaciones de las diferentes especies del género Homo, incluida la nuestra, siempre fueron poco numerosas. Quizá podemos argumentar que ciertas regiones ricas en recursos concentraron un mayor número de individuos y, por tanto, se incrementó la posibilidad de enfrentamientos. Esto es lo que pudo suceder en Nataruk.
Es muy probable que la violencia haya podido formar parte de nuestra conducta desde siempre, aunque de manera poco habitual y limitada a casos extremos. Todos los caracteres relacionados con la conducta han llegado hasta nosotros desde la noche de los tiempos. Pero se han refinado gracias al desarrollo del neocórtex y de las capacidades cognitivas correspondientes, como la planificación a largo plazo, la estrategia, la anticipación de los acontecimientos, etc. En otras palabras, en promedio somos mucho más inteligentes y capaces que nuestros ancestros para lo bueno, pero también para lo malo. La conducta agresiva forma parte del repertorio del comportamiento de las especies del género Homo. Nataruk nos muestra el camino y sugiere que la violencia pudo haberse “perfeccionado” en Homo sapiens en la misma medida que incrementamos nuestras capacidades cognitivas.
Yo siempre he tenido la convicción del caracter extremadamente violento de nuestro especie. Si uno abre la ventana de la historia podrá comprobar como siempre han discurrido «ríos de sangre» motivados por enfrentamientos. Desde las pirámides formadas con cabezas cortadas por los asirios, en la península mesopotámica, allá por la antigüedad remota, hasta las masacres de los nazis y más recientemente los horrores de las guerras vinculadas a la desmembración de Yugoslavia, existe un muestrario ya en tiempos históricos que disipa todas las dudas. Ahora el terrorismo DAES es el que se encarga de recordarnos este triste fenómeno. Los fundamentalismos de todo tipo (políticos, religiosos, raciales, ideológicos) han sido los justificantes esgrimidos en unos u otros casos. Junto a eso nuestro ambivalente cerebro también ha propiciado creaciones extraordinarias en ciencia y arte. Pero eso es lo que somos.
Cuando la gente se «rasga las vestiduras» ante los avances de la «inteligencia artificial» uno no tiene más remedio que expresar una leve sonrisa.