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El conocimiento científico actual es fruto del esfuerzo de cientos de personas, que han dedicado su vida al apasionante deseo de saber más. Si rebobináramos la película de la historia de los últimos cientos de años y volviéramos a dejar correr el tiempo seguramente ahora tendríamos conocimientos distintos. Por ejemplo, Charles Darwin no era el único candidato a recorrer el mundo en el Beagle junto al capitán del barco, Robert FitzRoy, y su tripulación. Uno de sus maestros, el reconocido profesor de botánica John Stevens Henslow, advirtió a Darwin que habría de disputar el puesto a un tal Mr. Chester, naturalista de gran reputación. Al fin y al cabo, la expedición del Beagle tenía un objetivo pluridisciplinar y pragmático. Se pretendía mejorar la cartografía de las costas de Sudamérica, conseguir determinaciones precisas de las coordenadas del planeta y adquirir conocimientos de la geología y los seres vivos de territorios lejanos. La expedición necesitaba un naturalista, capaz de recopilar información sobre las plantas y animales que poblaban aquellos territorios. Un trabajo descriptivo complejo, pero bien definido. Nadie esperaba que aquel viaje tuviera las consecuencias científicas que todos conocemos.

Placa conmemorativa del día de la partida del Beagle del puerto de Plymouth. Fuente: Alamy Stock Photo.

 

Charles Darwin no tenía la aprobación de su padre para tamaña aventura, que podría alargarse en el tiempo. Si su progenitor hubiera sabido que el viaje terminaría por prolongarse hasta un quinquenio es posible que no hubiera dado su brazo a torcer. Solo el apoyo de sus familiares y su determinación pudieron ablandar los sentimientos del Dr. Robert Darwin, y que su hijo pudiera mantener una entrevista con el capitán FitzRoy en Londres, la mañana del cinco de septiembre de 1831.

 

Para los historiadores de la ciencia resulta sorprendente que Charles Darwin tomara esta decisión. Nunca había sido un estudiante aplicado. Es más, muchos consideran que estaba por debajo de la media y que difícilmente hubiera podido estudiar una carrera universitaria de haber vivido en la época actual. Nunca quiso seguir los pasos de su abuelo (Erasmus Darwin) y de su padre, médicos afamados en los lugares donde ejercieron su profesión. El joven Darwin ni siquiera soportaba la visión de la sangre. Detestaba las matemáticas y otros ámbitos de los conocimientos científicos de la época. Pero logró tener buenos conocimientos de geología, que a la postre serían un gran soporte para su teoría de la evolución. El profesor Adam Sedwick, profesor de geología de la Universidad de Cambridge, consiguió sembrar en el joven Darwin el interés por las rocas o la formación de las montañas. Pero su verdadera pasión era la naturaleza, que podía compaginar con la profesión de clérigo, que prácticamente ya había decidido.

 

Por todo ello, resulta si cabe más sorprendente que aceptara los consejos de Henslow y se presentara ante el capitán FitzRoy. Darwin tenía entonces 22 años y acababa de conseguir el título de “Bachelor of Arts” en la Universidad de Cambridge, mientras que el capitán del Beagle contaba con 23 y tres años de experiencia en el mar. Sus edades eran similares, pero sus orígenes y opiniones políticas muy diferentes. FitzRoy tendría que compartir camarote con su naturalista en un barco robusto, pero no demasiado grande. Para el capitán del barco era necesario congeniar lo mejor posible con el candidato elegido. Los miembros de familia Darwin eran liberales y burgueses. Como se decía entonces, pertenecían a los “Whigs”, un término despectivo surgido a finales del siglo XVII para designar a quienes se negaron a aceptar el acceso al reinado del duque de York, que profesaba la religión católica y que terminó reinando durante tres años como Jacobo II de Inglaterra y VII de Escocia. Quienes apoyaron durante un tiempo al duque de York también recibieron el término despectivo de “Tories” y estaban relacionados con la aristocracia británica. En la actualidad, los whigs (liberales) y los tories (conservadores) se siguen disputando el gobierno del Reino Unido.

 

El capitán FiztRoy había realizado una carrera brillante en la marina británica. Solo así se puede explicar que con apenas veinte años hubiera sido nombrado capitán del Beagle y hubiera realizado su primera misión en las costas sudamericanas. Además de sus convicciones políticas, FiztRoy era profundamente religioso. Aceptaba cada frase de la biblia como un dogma indiscutible. Su temperamento era estricto, a la vez que una persona justa y valiente. Sus cualidades eran perfectas para liderar un grupo de marinos y capitanear un barco en condiciones extremas.

 

Su primera impresión del aspecto físico de Darwin no fue demasiado buena. FiztRoy advirtió a Darwin de los peligros de aquel viaje. Había que ser un tipo duro para enfrentarse a lo desconocido. Quizá esperaba que Darwin desistiera de sus intenciones, y aceptar al segundo candidato. La historia de la ciencia se habría escrito de otro modo, de no ser por el entusiasmo mostrado por Darwin para emprender aquella aventura. Su tenaz insistencia terminó por convencer a FiztRoy de que aquel joven podía cumplir su misión, una opinión que poco después hizo llegar al Almirantazgo. Tres meses más tarde Charles Darwin embarcaría en el Beagle con su equipaje personal, sus libros, una lupa de pocos aumentos, unos prismáticos, una brújula, suficiente alcohol para conservar las especies que pudiera recolectar y un par de pistolas para su defensa personal durante sus incursiones por tierras desconocidas. El Beagle estaba anclado en el puerto de Plymouth, al suroeste de Inglaterra. Tras varios intentos frustrados por la mala mar, el Beagle partió hacia su destino el 27 de diciembre de 1831. La suerte estaba echada.

 

José María Bermúdez de Castro