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No hace tantos años que la ciencia (al menos en España) se consideraba una actividad muy alejada de los intereses generales del común de los mortales. Los científicos (ellos y ellas) dedicaban su vida al estudio y la investigación, generalmente encerrados en sus torres de marfil. No era sencillo reconocer una conexión directa entre los resultados obtenidos en los centros de investigación y sus beneficios sociales. Faltaba ese nexo entre la Ciencia (con mayúsculas) y la sociedad. En cierto momento se empezó a diferenciar entre ciencia básica y ciencia aplicada. Craso error. La ciencia busca satisfacer nuestra curiosidad por aprender sobre el mundo que nos rodea, sin importar el posible beneficio de sus resultados. Cierto es que, en algunas ocasiones, esos resultados son capaces de producir mejoras en nuestra actividad cotidiana o en nuestra salud, por ejemplo. Quizá por ello, nuestros gobernantes se empeñaron en distinguir entre la investigación dirigida hacia fines concretos y la investigación que, en apariencia, solo busca el conocimiento por el conocimiento. A pesar de ese desatino, quienes comprenden la ciencia saben que cualquier tipo de investigación, sea el que sea, redunda siempre en beneficio de la humanidad. Hemos de reconocer que no hemos mejorado como especie por el hecho de conseguir desplazarnos a 1.000 kilómetros por hora de un lado al otro del planeta, o por haber experimentado un aumento considerable de nuestra esperanza de vida al nacimiento.

Visita a los yacimientos de Atapuerca de un grupo de patronos y colaboradores de la Fundación Atapuerca, el día 22 de junio de 2018. Foto de Susana Sarmiento.

Cada vez es más evidente el interés de la sociedad de muchos países por los avances de todos los ámbitos del conocimiento. Quizá porque hemos entendido que la ciencia es la única salida que nos queda para pensar en un futuro a largo plazo para la humanidad. En los países desarrollados se debate por el porcentaje del PIB que los gobernantes han de dedicar a la ciencia. No es un secreto que aquellos países que más dinero destinan a la investigación obtienen más beneficios a largo plazo tanto de sus patentes como de su propia imagen. Muy a nuestro pesar, nuestro país sigue estando muy rezagado en este aspecto, sin duda por el hecho de que la sociedad no reclama el orgullo de estar a la misma altura que otros países en la gestación del conocimiento.

 

Una buena solución para este problema es el mecenazgo bien organizado. Si ese sector de la sociedad verdaderamente interesada por el conocimiento cuenta con mecenas dispuestos a apoyar a la ciencia, habremos dado un gran paso adelante. Ese modelo (que, por supuesto, no es nuevo) ha sido aplicado a las investigaciones arqueológicas y paleontológicas de la sierra de Atapuerca, a través de una Fundación. Desde su creación, en 1999, es increíble la cantidad de apoyos recibidos por personas dispuestas a colaborar en unas investigaciones que solo generan conocimiento. Algunos apoyos son importantes, mientras que otros son más modestos, como el pan que cada día nos ofrece el panadero de una localidad próxima para el almuerzo de los excavadores. Todos los apoyos cuentan y todos son igualmente valiosos y apreciados.

 

Cierto es que saber sobre nuestros orígenes es apasionante y que el turismo cultural interesado por la evolución humana ha generado notables recursos en la región. Pero pienso que hay algo mucho más noble y profundo en los patronos y colaboradores de la Fundación Atapuerca. Casi 20 años después de su creación y con la travesía del desierto de una crisis financiera demoledora, la Fundación Atapuerca sigue apoyando nuestras investigaciones. Quizá este es el modelo que puede aplicarse a todos los ámbitos de la ciencia, sin necesidad de que la partida presupuestaria dedicada a la ciencia tenga que competir con otros sectores tan necesitados como la salud o la educación.

 

El pasado 22 de junio, el patronato de la Fundación Atapuerca volvió a reunirse para conocer el desarrollo de sus actividades anuales. Se incorporaron nuevos patronos y juntos pudimos disfrutar de una visita a las excavaciones en curso. Una experiencia inolvidable, cuando las entrañas de los yacimientos nos ofrecen evidencias del paso por este lugar de otros seres humanos, miles de años antes de que nosotros sigamos formando parte del curso de la evolución.

 

José María Bermúdez de Castro