Los seres humanos tenemos un proceso de desarrollo exclusivo entre los primates vivos. Los simios antropoideos, como todos los mamíferos, llegan al estado adulto tras un período de infancia, más o menos prolongado, y un período juvenil que poco a poco culmina en la capacidad para la reproducción y el final del crecimiento. Nuestra especie tiene una infancia diferenciada en dos etapas. La primera de ellas, cuyos aspectos más destacados son la lactancia y el crecimiento muy rápido del cerebro, deja paso a una segunda etapa en la que la lactancia es opcional y tanto el cuerpo como el cerebro ralentizan su crecimiento. El cambio no es abrupto, pero todos sabemos que los pequeños bebés dejan de serlo hacia los dos años, para transformarse en niños y niñas. Hacia los siete años, el cerebro deja de crecer. Su volumen ya es el definitivo, aunque todavía quede una larguísima etapa de maduración cerebral, que culmina hacia el final de la tercera década de la vida. Hacia los ocho años, los niños entran en un período juvenil similar al de otros mamíferos. Pero antes de llegar a ser adultos, aún tenemos que experimentar la adolescencia, que ocupa casi la mitad de nuestro desarrollo. Este largo y complejo proceso ontogenético tiene consecuencias obvias sobre el aspecto que tendremos al llegar a la vida adulta. El desarrollo tan peculiar del cerebro tiene mucho que ver con estos cambios evolutivos.
Desde hace muchos años, los expertos se han hecho muchas preguntas sobre esos cambios: ¿cuándo?, ¿cómo?, ¿de manera rápida o progresiva? Son cuestiones fundamentales para contestar a la pregunta del millón: ¿qué nos hace humanos? Pero solo disponemos de huesos y dientes fósiles para investigar y responder a esas cuestiones ¿Cómo averiguar si las especies ancestrales de la genealogía humana crecían y se desarrollaban igual que nosotros? En 1985, los investigadores Timothy Bromage y Christopher Dean nos dieron la primera respuesta en la revista Nature. Hasta ese momento, los huesos no habían ofrecido ninguna pista, pero los dientes guardaban el secreto del tiempo que pudo haber durado el desarrollo de esas especies. Los dientes no experimentan la remodelación característica de los huesos, sino que conservan impresas las marcas de crecimiento diario (circadiano). Si podemos contar esas marcas seremos capaces de averiguar el tiempo que tardan los dientes en formarse con enorme precisión. Y puesto que el desarrollo de dientes es paralelo al desarrollo de los huesos y al resto de cuerpo de los individuos de cada especie, podremos también saber mucho sobre el desarrollo del resto del cuerpo y del cerebro en particular. Tan solo habría que diseñar tecnologías complejas que permitieran algo tan simple como contar marcas. Cuando las tecnologías se desarrollaron las preguntas empezaron a tener respuestas.
Tim Bromage y Chritopher Dean avanzaron que las especies de los géneros Australopithecus, Paranthropus y los primeros representantes del género Homo formaban sus dientes en un tiempo muy similar al de los chimpancés, gorilas y orangutanes. Es más, los parántropos posiblemente crecían y se desarrollaban aún más deprisa que los simios antropoideos. El primer paso ya estaba dado. Luego llegaron estudios sobre los neandertales. La tecnología había dado pasos de gigante y los expertos no habían perdido el tiempo buscando nuevos métodos. Los resultados obtenidos en neandertales fueron contradictorios. Para algunos, estos humanos ya tenían un desarrollo similar al nuestro; para otros, el desarrollo era más acelerado. Así que, mientras no se resolviera esa cuestión, seguiríamos siendo únicos. El asunto ha quedado “en punto muerto” desde hace algunos años. Pero el equipo de Atapuerca lleva trabajando en este tema varios años. Pronto llegarán resultados.
De momento, acaba de publicarse un artículo en la revista Sciences Advances, liderado por nuestro colega y amigo Xing Song, en la que varios miembros del equipo de Atapuerca hemos contribuido de manera decisiva, y que puede considerarse el aperitivo de una nueva ola de debates. La revista tiene un impacto muy elevado y llamará la atención de todos los expertos.
El fósil analizado en este trabajo es un “viejo conocido”. Estudiamos por primera vez el maxilar del yacimiento chino de Xujiayao en 2013 (ver imagen en este post). También hemos publicado un trabajo sobre la morfología de los dientes de ese fósil (ver post 462 de 31 de mayo de 2018 en este mismo blog) cuya cronología sigue siendo controvertida. Varios datos apuntan a finales del Pleistoceno Medio, hace unos 200.000 años. Ya en 2013 advertimos del interés en conocer la edad de muerte del individuo al que perteneció este maxilar, puesto que ciertas marcas de crecimiento de algunos dientes pueden verse con un microscopio de poca resolución. El trabajo se puso en marcha, pero la falta de medios técnicos punteros fueron un hándicap para publicar nuestras observaciones con la precisión que merecía el caso.
Finalmente, el fósil fue llevado desde Pekín a Grenoble (Francia), donde se encuentra uno de los pocos equipamientos (sincrotrón) que permiten realizar microtomografías a nivel atómico, penetrando en los tejidos fosilizados y visualizar estructuras que los microscopios convencionales no puede detectar. Con esta técnica tan compleja, que necesita una gran instalación propia (ver sicrotrón ALBA, en Barcelona), fue posible llegar a contar las marcas diarias dejadas por el crecimiento de los ameloblastos en el esmalte de todos los dientes del fósil de Xujiayao. Finalmente, y tras cálculos muy precisos, fue posible determinar que el individuo de Xujiayao tenía un desarrollo dental similar al de Homo sapiens. Los dientes de este individuo se formaban con la misma velocidad que los nuestros. En definitiva, hace unos 200.000 años una población de origen todavía desconocido, pero que vivió al mismo tiempo que los miembros de nuestra especie estaban saliendo de África, podía tenía un desarrollo esquelético y quizá somático similar al nuestro.
Si nuevos estudios en fósiles chinos de esta época confirman los resultados obtenidos en el ejemplar de Xujiayao, tendremos que aceptar que no somos tan únicos como habíamos llegado a creer. Este fósil puede tener una cierta relación con Homo erectus, o quizá con los denisovanos, como propusimos en 2015. Pero, desde luego, no perteneció a Homo sapiens. Sin embargo, su crecimiento y desarrollo pudieron ser muy parecidos a los nuestros. Hace 200.000 años y a una distancia de 10.000 kilómetros del origen de Homo sapiens existieron homininos similares a nosotros en algo tan importante como el desarrollo dental y esquelético. Quizá su desarrollo somático era parecido al nuestro, con etapas de crecimiento similares a las que se describen en el primer párrafo de este post. Si es así, tendremos que reflexionar sobre esa pregunta que tanto preocupa: ¿qué nos hace humanos? y ¿qué especies podemos incluirnos en esa categoría, que nosotros mismos hemos inventado para diferenciarnos de todas las demás?
José María Bermúdez de Castro
Comentarios recientes