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Comienzo hoy este blog con ilusión y agradecimiento. Una magnífica oportunidad de comunicar y de compartir pensamientos, ideas y reflexiones con los lectores de Quo. Como defenderé a lo largo de las próximas semanas, solo podemos progresar compartiendo conocimiento. Y de eso se trata.

Desde muy joven me interesaron todos aquellos ámbitos del saber relacionados con el ser humano. La medicina o la sociología, por ejemplo, me resultaban aspectos muy atractivos del conocimiento. Aspiraba a dar el salto a la Universidad y tenía que tomar una decisión inevitablemente marcada por la moda y los cánones de entonces. Podías ser médico, ingeniero, farmacéutico…..Otras carreras universitarias no tenían tanto prestigio social. Esto sucedía a comienzos de la década de los años setenta. Todos sabemos que fueron años muy convulsos y complejos, pero también de enorme interés para historiadores, sociólogos, políticos, etc. Pienso que muchos jóvenes aprendimos lecciones muy importantes, aunque no pudiéramos centrarnos con plenitud en lo que nos correspondía hacer como universitarios. Puesto que mi formación me impide creer en la predestinación, pienso que el azar y las circunstancias me llevaron a entrar un buen día a tomar un café de la Facultad de Ciencias Biológicas y Geológicas de la Universidad Complutense de Madrid acompañado por unos amigos. Me sentí identificado con el ambiente que se respiraba en aquella facultad y tomé una decisión.

En lugar de dedicarme únicamente al conocimiento del ser humano desde algún punto de vista concreto, me propuse aprender sobre la historia de la vida. El estudio de la anatomía, la fisiología, el comportamiento o las relaciones entre animales y vegetales se me antojó un aspecto atractivo, que más tarde pude calificar de apasionante.

En aquellos tiempos apenas se hablaba de evolución de los seres vivos y menos aún de la evolución de nuestra especie. Casi cien años después del fallecimiento de Charles Darwin, la teoría de la evolución estaba ya en su fase de madurez con la incorporación de la embriología, la genética o las matemáticas, alcanzando una síntesis sin precedentes en el ámbito de la ciencias naturales. Pero en España era un tema tabú. Es más, algunos de los más insignes catedráticos de aquella Facultad permanecían aferrados a los debates que se llevaron a cabo en otros países muchas décadas atrás entre evolucionistas y creacionistas.

Aún me cuesta admitir de que en aquellos años la Facultad de Ciencias Biológicas de una de la universidades más importantes de España obviase la enseñanza abierta de la teoría evolutiva, como paradigma de las ciencias naturales. Tenía ya 21 años cuando escuché por primera vez hablar de ciertos fósiles de homínidos y de yacimientos míticos, como el de Chou-Kou-Tien, próximo a Pekín, o los de Swartkrans y Sterkfontein en Sudáfrica. Aunque a los lectores más jóvenes les parezca increíble, tuve que llegar a la universidad para que un brillante catedrático de antropología nos explicara lo que en otros países casi formaba parte del conocimiento popular. Desde aquella “revelación” en la aulas no dejé de pensar en otra cosa que dedicarme al estudio del origen y evolución de nuestra especie.

Esta vez tenía las ideas mucho más claras y sabía que camino seguir. Los fósiles humanos de los yacimientos de la sierra de Atapuerca estaban aún por descubrir y nuestro país se hallaba sumido en una grave oscuridad intelectual. Ese camino no ha sido fácil y hemos tardado muchos años en alcanzar el nivel de otros países europeos. Pero aquí estamos, dispuestos a continuar trabajando, a pesar de los negros nubarrones que no nos dejan ver el azul del cielo y las estrellas.