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No hace mucho tiempo que los genetistas nos ofrecieron sus estimaciones sobre las diferencias entre el genoma de los chimpancés y el de los seres humanos. Siete millones de años de divergencia evolutiva de nuestros respectivas genealogías se han traducido en cambios morfológicos muy aparentes, pero las diferencias genéticas en las secciones genómicas equivalentes apenas superan el uno por ciento. Por supuesto, esta cifra necesita un análisis mucho más profundo y detallado del que pueden ofrecer unas pocas líneas y tiene que ser realizado por un especialista. Aunque las diferencias resultan sorprendentes y en apariencia insignificantes, no podemos olvidar que una única mutación génica puede tener consecuencias muy llamativas en el producto final. El programa genético concreto puede quedar alterado en sus inicios y desembocar en una cascada de cambios, a lo que tenemos que añadir el nada despreciable efecto de las condiciones ambientales. Chimpancés y humanos somos distintos en muchos aspectos, pero también tenemos mucho en común. Las diferencias son muy interesantes, porque en ellas reside lo que nos define como seres humanos. Pero las similitudes también son dignas de una profunda reflexión.

Los parecidos anatómicos entre ellos y nosotros tienen su relevancia, pero nunca me he parado a pensar en el hígado o en los pulmones. Me atrae mucho más pensar sobre el comportamiento, por las consecuencias que conllevan nuestras actuaciones. Ante todo, no podemos olvidar que nosotros nos desenvolvemos en un ambiente cultural, generalmente muy desarrollado, que enmascara la esencia de nuestro comportamiento. Pensemos por ejemplo en la territorialidad. Como otras muchas especies, los chimpancés son territoriales. Estos primates defienden su territorio con fiereza, porque en él se encuentran los recursos que necesitan para sobrevivir. Los chimpancés pueden llegar a matar por su territorio y, en casos extremos, practican el canibalismo. ¿Y nosotros? En este aspecto del comportamiento somos tan territoriales como todos los primates. Una de las primeras cosas que nos enseñan en el colegio es a distinguir los diferentes países del planeta. Por supuesto, el mapa de nuestro país estará siempre a la vista y en el centro de nuestras vidas. Nuestra casa es inviolable, porque en ese territorio sagrado reside nuestra familia. Haremos lo que sea necesario para evitar que los extraños penetren en ella (alarmas, rejas, cerraduras, vallas protectoras, etc.). Se han redactado leyes para proteger nuestros hogares y otros territorios personales (fincas, huertas, etc.). Si violamos esos territorios lo haremos con el objetivo de conseguir determinados recursos de los que carecemos.

Existen también territorios compartidos por grupos sociales más o menos amplios, desde una simple pedanía hasta un país de 500 millones de habitantes. Esos territorios también son objeto de la codicia en virtud de sus recursos materiales. Podemos pensar que las guerras tienen motivos religiosos, ideológicos, etc. Ciertamente, nuestra mente es tan compleja que somos capaces de pelear por una determinada causa. Pero esa es otra historia que nace de un espejismo. Detrás de cada guerra se esconde la lucha por unos recursos que necesitamos para sobrevivir o mantener nuestro estilo de vida. La única y gran diferencia con los chimpancés es que la tecnología nos permite eliminar contrincantes de manera rápida y masiva. El fracaso de las grandes potencias en su conquista de ciertos países reside en la sorprendente resistencia de los pueblos por defender su territorio. Lo llevamos en el genoma y no lo podemos evitar.