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Aunque la perspectiva del tiempo geológico se nos escapa a todos, lo cierto es que nuestro planeta ha pasado por una enorme diversidad de circunstancias ambientales, que han determinado profundos cambios en el clima a lo largo de sus más de 4.500 millones de años de existencia. Desde que se tiene constancia de vida en la Tierra (hace unos 3.500 millones de años) estos cambios han provocado extinciones masivas de la flora y de la fauna y sus correspondientes renovaciones en la biosfera. El registro fósil nos permite conocer estos cambios que, salvo excepciones, se produjeron de manera progresiva.
Nuestra genealogía apenas tiene unos seis millones de años de longevidad y, a pesar de ello, ha pasado y está pasando por notables modificaciones en el clima. Apenas nos percatamos de ello, porque estos cambios son inapreciables a lo largo de la corta vida de un ser humano. Si acaso, somos capaces de percibir el influjo en las condiciones climáticas propiciado por la intensa actividad industrial de los últimos cien años. Pero esta es otra cuestión.

Desde hace unos tres millones de años, debido a causas internas y externas al planeta todavía no perfectamente comprendidas por la ciencia, el clima de la Tierra se ha enfriado de manera paulatina. Además, se están produciendo oscilaciones climáticas cíclicas, que todos conocemos como períodos glaciales e interglaciares. El último millón de años del planeta ha sido testigo de una alternancia de épocas muy frías y cálidas, que han influido de manera dramática en la existencia y en la distribución geográfica de las especies. Los humanos no hemos sido ajenos a estos cambios.

Hasta la llegada de las glaciaciones de alta intensidad, los expertos han detectado oscilaciones climáticas con una periodicidad de 41.000 años, producidas por cambios en la oblicuidad del eje de la Tierra, con la correspondiente mayor o menor exposición de las regiones del hemisferio norte a los rayos solares. Estas oscilaciones implicaron cambios generales en la circulación de los vientos o de las borrascas, etc., que también afectaron al continente africano. A la postre, sus consecuencias fueron decisivas en el progresivo desarrollo del enorme desierto del Sáhara, que poco a poco se extendió de un lado al otro del continente y alcanzó la península de Arabia. Enormes regiones habitadas en otro tiempo por nuestros antepasados se convirtieron en zonas inhóspitas para la vida de las especies. Además, los cambios climáticos eliminaron las intricadas selvas africanas del este de África. En su lugar se desarrollaron enormes extensiones de sabanas y regiones semiáridas.

La genealogía humana sufrió las consecuencias de estos cambios. La diversidad de especies de homininos disminuyó de manera notable. Los ardipitecos y los australopitecos, habituados a vivir en hábitats cerrados, se extinguieron poco a poco. Pero dos linajes derivados del género Australopithecus fueron capaces de adaptarse a la nueva situación. El hecho de que estos dos linajes (géneros Paranthropus y Homo) tuvieran dietas y estilos de vida diferentes evitó su confrontación. Las especies de estos géneros convivieron en harmonía durante dos millones de años en hábitats similares. Hablaré de ellos en los próximos días.