A pesar de los enormes avances científicos de la humanidad, todavía no conocemos la totalidad de la especies que pueblan nuestro planeta. La idea fundamental del concepto de especie nació de nuestro empeño en identificar la discontinuidad de la naturaleza. Cada especie tendría que caber en un cajón y solo en uno de ese gran armario que denominamos la biosfera. En muchas ocasiones, la naturaleza se empecina en decirnos que la vida es un continuo, que no siempre podemos atrapar y separar en cajones independientes e impermeables. En cualquier caso, el esfuerzo de botánicos, zoólogos o virólogos, y de todos los que se ocupan de conocer e identificar a los seres vivos es encomiable. Los especialistas suelen tener muchas dudas en el momento de nombrar una nueva especie y con frecuencia han de consultar los correspondientes Códigos Internacionales de Nomenclatura. Estos códigos no sólo se utilizan para la correcta denominación de los géneros, especies o subespecies, sino que se acude a ellos y a tribunales especializados de científicos para resolver los casos problemáticos.
Si los neontólogos se enfrentan a grandes dificultades en su trabajo, es fácil imaginar los problemas que tienen los paleontólogos para reconocer las especies extinguidas. El registro fósil es limitado y muy traicionero. En muchas ocasiones se han reconocido como especies individualizadas a diferentes partes de un mismo organismo. El paleontólogo solo dispone de los restos fosilizados de las partes esqueléticas o de las señales que dejaron los organismos durante su vida. Y, por descontado, la definición clásica de especie biológica no sirve en absoluto para la paleontología. Con la excepción de especies desaparecidas en tiempos recientes, de las que se puede recuperar ADN, las especies de épocas remotas solo pueden reconocerse por el tamaño y la forma de las partes fosilizadas, que forman parte integral de la roca de la que se han recuperado. La sustitución molécula a molécula de los restos orgánicos de los seres vivos durante miles o millones de años supone la formación de un verdadero molde natural e inorgánico de lo que en otro tiempo fue parte de una especie que nacía, vivía y se reproducía.
Los paleontólogos que estudian los moluscos, los equinodermos o los grandes saurios del pasado se enfrentan a grandes problemas para reconocer y nombrar especies. En el estudio de nuestros orígenes (paleoantropología) las dificultades se multiplican y todo acaba siendo un verdadero “encaje de bolillos”. Al fin y al cabo se trata de la investigación de nuestro propio linaje evolutivo. Aquí ya no solo se trata de seguir una u otra escuela y de aplicar métodos asociados, con el estimable apoyo de la informática. También cuenta la subjetividad y hasta las inevitables (y no deseables) posturas dogmáticas de algunos científicos. Por fortuna, en el estudio de la evolución humana lo realmente importante no son las etiquetas, sino comprender los hitos biológicos y culturales que han jalonado la compleja genealogía de la humanidad desde sus inicios hasta el momento presente. Y en esto la inmensa mayoría estamos de acuerdo, que no es poco. Si alguien tiene oportunidad de visitar algún museo de cualquier parte del mundo dedicado en parte o en su totalidad a la evolución humana, resulta muy recomendable no fijarse demasiado en los rótulos identificativos de los fósiles, sino en el trasfondo del mensaje que se quiere transmitir.
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