El término “corrupción” tiene varios significados, pero la primera idea que a todos nos viene a la mente es la de cierto tipo de comportamiento reprobable por la mayoría. Se trata de conseguir para uno mismo lo que no le corresponde mediante el abuso del poder y de una situación privilegiada, en detrimento del bien común. Si nos detenemos en otros significados, como la alteración de la pureza de determinados materiales, podríamos quedarnos con la idea de que corrupción representa una degradación de la moral establecida por la mayoría para el equilibrio y la justicia social.
La corrupción suele asociarse al “vil metal” y a la “cosa pública”, puesto que los casos más llamativos y mediáticos suelen están relacionados con ciertos servidores civiles (para entendernos, la clase política). Sin embargo, no podemos olvidar la corrupción en el deporte (dopaje), la literatura (plagio) o en la propia ciencia (falsificación de datos), por poner solo algunos ejemplos de oficios bien valorados por los ciudadanos. En definitiva, parece que nadie se libra de la posibilidad de caer en corrupción, de acuerdo con las normas establecidas. Así pues, resulta obligado preguntarnos si la corrupción es consustancial al ser humano.
Desde hace varios años dedico parte de mi tiempo libre a reflexionar sobre los caracteres que definen nuestro comportamiento. No es un tema sencillo, porque la primera tarea consiste en desligar el elevado nivel cultural de Homo sapiens de los posibles rasgos que definen nuestra forma de proceder. La cultura magnifica la mayoría de esos rasgos, excepto aquellos comportamientos instintivos, en los que la información que llega al cerebro se procesa en los distintos centros del sistema límbico. Un ejemplo muy claro es la parálisis ante un miedo real o ficticio o la necesidad de huir ante un peligro inminente, sin importar las consecuencias (avalanchas humanas).
Los expertos en etología de los primates, y en particular los estudiosos del comportamiento de los chimpancés, saben mucho de estas cuestiones. Por ejemplo, los experimentos con la especie Pan troglodytes (el chimpancé común) sugieren la existencia de comportamientos que conllevan el engaño, el robo y el chantaje. El objetivo no es sino conseguir el mejor bocado. Eso es todo, pero es mucho. A los chimpancés nos les interesa el dinero o la fama, sino una buena comida. Si trasladamos este tipo de comportamiento a un primate con un cerebro mucho más grande y complejo, obtenemos la respuesta deseada y que no quisiéramos escuchar: los humanos somos primates con una altísima capacidad para el engaño, el robo y el chantaje. En definitiva, todos somos potencialmente capaces de caer en la corrupción. Por descontado, algunos desarrollan mucho más que otros esas capacidades. Los más inteligentes e influyentes suelen pasar inadvertidos y/o se “marchan de rositas”. No cabe duda de que hemos evolucionado una barbaridad.
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