Hace unos días escribía sobre los ardipitecos, nuestros ancestros de hace entre cuatro y cinco millones de años. Su cerebro (aproximadamente unos 350 centímetros cúbicos) era algo más pequeño que el de los chimpancés, tanto en términos absolutos como en relación al tamaño corporal. En otras palabras, los ardipitecos aparecen algo menos “encefalizados” que nuestros parientes primates vivos más próximos. Durante los dos millones de años que vinieron a continuación nuestro cerebro apenas modificó su tamaño. Es más, en ese largo período de tiempo nuestros antepasados no experimentaron modificaciones llamativas en su anatomía o en su comportamiento. Su vida transcurrió en un ambiente poco cambiante, al amparo de las selvas frondosas que poblaban el continente africano antes del inicio del progresivo descenso de la temperatura media del planeta.
Hace dos millones y medio de años la selva entró en regresión en buena parte del continente africano. Nos interesa sobre todo una amplísima región del este de África, donde prosperaron nuestros ancestros, lejos ya de la protección de la cobertera vegetal. En su día hablamos de los parántropos, bien adaptados a un menú formado principalmente por plantas de consistencia dura y poco nutritivas. Su cerebro superó el medio litro de capacidad, simplemente por el hecho de que su cuerpo también sufrió un aumento de peso y estatura (crecimiento isométrico). Las especies de parántropos tuvieron una larga vida evolutiva, que terminó hace algo más de un millón de años. Junto a ellos evolucionaron los primeros representantes del género Homo, que también se adaptaron al nuevo escenario provocado por el descenso de la temperatura media de la Tierra. Aunque durante los primeros cuatro primeros millones de años de la existencia del linaje humano fuimos preferentemente vegetarianos por mor del alimento disponible en los frondosos bosques de África, nunca dejamos de comer proteínas de origen animal. Nuestro capacidad para digerir todo tipo de alimentos fue providencial cuando se terminaron las “vacas gordas”. La crisis climática del planeta no fue un obstáculo para los homininos que se habituaron a vivir en las sabanas.
Aunque no se han hallado suficientes evidencias paleontológicas para conocer cifras seguras sobre la estatura y peso de Homo habilis o de otras posibles especies del género Homo, todo parece indicar que su cuerpo permaneció estable hasta hace 1,8 millones de años. No sucedió lo mismo con su cerebro, que experimentó un incremento de aproximadamente el 40 por ciento con respecto al de sus antepasados australopitecos. En Homo habilis se han estimado tamaños cerebrales de hasta 650 centímetro cúbicos, lo que supone un aumento significativo del grado de encefalización. En otras palabras, los miembros de Homo habilis fueron más inteligentes que sus antepasados, muy posiblemente por adaptación a la dificultad que entrañaba la obtención de alimento en las sabanas. Los habilinos tuvieron que diseñar estrategias complejas para conseguir carne en competencia con los grandes predadores y carroñeros de las sabanas de aquellos tiempos. Sus herramientas (las más antiguas de hace 2,7 millones de años) ofrecen pruebas incontestables de una mayor inteligencia operativa. Los habilinos ya no solo utilizaron las piedras o la madera, sino que fueron capaces de transformar la materia prima para un fin determinado ¿Cómo se logró un incremento tan importante del cerebro?
Si pudiéramos comparar el genoma de los habilinos y el de los australopitecos encontraríamos la respuesta. Pero esto no parece posible, al menos por el momento. Tendremos que conformarnos con utilizar la lógica y el ingenio para hipotetizar sobre este primer gran paso de la humanidad hacia un cerebro como el que alberga nuestro cráneo de Homo sapiens. En próximos posts explicaré el método que nos ha permitido averiguar cómo y cuánto se ha modificado nuestro desarrollo con respecto al de los australopitecos o al de los chimpancés. Ese cambio ha sido esencial en mucho de lo que ha sucedido con nuestro cerebro. Por ejemplo, disponemos de tres años más que los chimpancés para alcanzar nuestro tamaño cerebral. Pero ese cambio no sucedió en los habilinos. Su crecimiento y desarrollo fueron esencialmente similares a los de los australopitecos y su cerebro dejaba de crecer hacia los cuatro años, como sucede hoy en día en los chimpancés.
En consecuencia, los habilinos solo podrían haber conseguido un cerebro más grande en el mismo tiempo si el crecimiento de este órgano era más rápido. Podemos conjeturar entonces que la velocidad del crecimiento del de estos homininos cerebro sucedió durante las 38-40 semanas de gestación y tal vez durante los primeros meses de vida extrauterina. Esta hipótesis es muy razonable, puesto que esto es precisamente lo que sucede en Homo sapiens. Nuestro cerebro crece tan deprisa durante la gestación que nuestros recién nacidos tienen un cerebro tan grande como el de los chimpancés adultos. Además, nuestro cerebro continua creciendo con la misma tasa durante el primer año de vida. Cuando celebramos nuestro primer cumpleaños somos unos auténticos primates cabezones. Nuestro cerebro ya tiene el tamaño que se alcanzaba hace un millón y medio de años en los adultos de Homo erectus.
Por supuesto, el mayor crecimiento del cerebro durante la gestación tiene unos límites obstétricos impuestos por las dimensiones del canal del parto, que pudieron alcanzarse en alguna o algunas de las especies del género Homo. Ya se conocen datos científicos para llegar a una conclusión sobre cuando alcanzamos ese límite. Pero ese es otro capítulo de nuestro apasionante viaje evolutivo.
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