La creencia de que los humanos de todas las especies humanas extinguidas hemos vivido siempre en cuevas está muy arraigada. Esta es uno de las convicciones más extendidas en la cultura popular sobre nuestro pasado. Para empezar, la existencia de cuevas está restringido a determinadas regiones, donde el tipo de roca permite la formación de cavidades. Las rocas de origen volcánico suelen dejar cavidades desde el mismo momento de su formación. También se forman cavidades en el hielo, aunque no son demasiado confortables.
La cuevas formadas por la erosión de las aguas marinas no permiten el acceso directo y en seco, a menos que descienda el nivel del mar. Por último, las cuevas más conocidas por la mayoría se forman por disolución de las rocas calizas. Las zonas cársticas se localizan en algunas regiones del planeta y en sus cavidades se han encontrado numerosos yacimientos arqueológicos y paleontológicos. De ahí la asociación tan directa que hemos llegado a imaginar entre las cuevas y los seres humanos.
Los términos “troglodita” o “cavernícola” se emplean para referirnos a los habitantes de las cavernas ¿Qué hay de cierto en este estereotipo? La experiencia que nos están legando los yacimientos de la sierra de Atapuerca es fundamental para responder a esta pregunta. Ciertamente nos gustaría que los humanos de hace más de un millón de años hubieran tenido apetencia por vivir al amparo de las cuevas de Atapuerca (zona cárstica). De haber sido así tal vez se habrían encontrado docenas de restos fósiles humanos de esa antigüedad, no solo en Atapuerca, sino en otras partes de Europa.
Pero los humanos de esa época no tenía especial interés en las cuevas. Los primeros europeos vivían siempre al aire libre y tan solo visitaban las cavidades rocosas si en ellas podían encontrar alimento. Por ejemplo, los animales que caían en las trampas naturales que se forman en los sistemas cársticos, generalmente cubiertas por vegetación, representaba una buena oportunidad para que los humanos consiguieran carne fresca de manera sencilla. Si encontramos un resto humano fósil atrapado entre los sedimentos de más de un millón de años de antigüedad, lo más probable es que aquel humano hubiera sido capturado por un predador y consumido dentro de la cavidad.
La distancia a la entrada tenía que ser forzosamente pequeña, porque la luz es un elemento imprescindible para vivir en esas condiciones. Quién haya tenido oportunidad de practicar la espeleología sabe perfectamente que la humedad dentro de una cueva es muy alta y nada saludable. La temperatura se mantiene constante alrededor de los 12 o 13 grados, pero la humedad es tan alta que la sensación térmica obliga a llevar ropa de abrigo para los momentos de descanso.
En cualquier caso y como regla general, las cuevas fueron un elemento poco frecuente en la vida de nuestros antepasados del Pleistoceno. La vida se realizaba al aire libre y los grandes portalones de las cuevas podían ofrecer refugio contra la condiciones climáticas adversas o contra los competidores (humanos y no humanos). El uso sistemático del fuego tardó en llegar y aún tardó más en socializarse y utilizarse por todos los humanos del Pleistoceno.
Los neandertales y otras especies contemporáneas iluminaron las entradas de la cuevas con sus hogares siempre encendidos y compartimentaron el espacio para las diferentes actividades. Lo mismo hicimos los primeros sapiens cuando disponíamos de este recurso de habitación. Los sapiens más recientes realizamos verdaderas obras de arte en el interior de las cuevas y mucho más tarde utilizamos las cavidades para guardar el ganado o conservar los alimentos.
En definitiva, tenemos que cambiar la convicción de que siempre hemos sido habitantes de las cavernas. La disponibilidad de este recurso no era frecuente y su uso se extendió solo durante la última parte de nuestra evolución. Esto no quiere decir que nos olvidemos de este estereotipo, al menos para alimentar nuestro sentido del humor.
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