Es muy interesante repasar la historia de los grandes descubrimientos para demostrar la interacción entre ciencia y tecnología. La ciencia propone hipótesis y teorías que, llevadas a la práctica, pueden producir técnicas útiles y valiosas para la humanidad. La aplicación de la tecnología, a su vez, puede ayudar a encontrar nuevos datos para alimentar la ciencia y así sucesivamente.
En 1895, Wilhelm Conrad Röntgen descubrió por casualidad una radiación de origen desconocido, que denominó X y que le valió el premio Nobel en 1901. Muy pronto se conoció el verdadero origen de los rayos X y su hallazgo tuvo una inmediata aplicación en el diagnóstico de enfermedades. Sesenta años más tarde la ciencia comenzó a estudiar la posibilidad de realizar múltiples imágenes de un objeto mediante un emisor móvil de rayos X. Se trataba de mejorar la calidad de la imágenes, distinguiendo sus diferentes densidades y poder visualizar así con nitidez las partes blandas. El emisor de rayos X podría rotar sobre el objeto y obtener cientos de imágenes que, combinadas de manera conveniente, permitirían obtener la forma de esos objetos en tres dimensiones. De la teoría se pasó a la práctica en muy poco tiempo. Así, en los años 1970 nacieron los primeros aparatos capaces de realizar tomografías computerizadas. Los algoritmos matemáticos (que ya se habían desarrollado con anterioridad) y la informática se sumaron con rapidez para conseguir los resultados que hoy día todos conocemos.
Y de la tomografía normal se pasó muy pronto a la micro-tomografía. La velocidad de rotación del emisor de rayos X se incrementó de manera espectacular y pudieron obtenerse en poco tiempo miles de imágenes de los objetos separadas por micras de espesor. Tan solo era cuestión de poder manejar tanta información. El diseño de programas informáticos muy complejos y la enorme potencia de los ordenadores actuales nos están llevando a observar con una enorme nitidez y precisión lo que hace tan solo unos pocos años podíamos conseguir únicamente rompiendo los objetos que deseábamos conocer.
¿Quién podía imaginar hace tan sólo una década que podríamos viajar de manera virtual a través de los canales radiculares de los dientes? Pues todo esto ya es posible. Los dientes o cualquier otro fósil pueden escanearse y trabajar con ellos de manera virtual. Ya no es necesario manipularlos para su estudio o para obtener réplicas, que ponen en peligro su estabilidad y amenazan con llegar a la degradación de piezas únicas.
La morfología de los fósiles puede compartirse a través de la red, sin necesidad de que los investigadores gasten grandes sumas de dinero para visitar los centros donde se conservan los fósiles. La informática, por ejemplo, permite que separemos el esmalte de la dentina y de la cámara pulpar. De ese modo podemos examinar su morfología de manera independiente. La obtención de dimensiones lineales y el análisis de la forma en 3D están ya a nuestro alcance. Ciencia y tecnología unidos para conseguir resultados, que hace muy poco tiempo nos parecían pura ficción.
El único problema de esta nueva forma de operar es la posibilidad de perder de vista la realidad y quedarse solo con la belleza de lo virtual. Las técnicas son una inestimable ayuda en el trabajo diario, pero no hay progreso sin pensamiento crítico y científico. Podemos correr el riesgo de fusionar nuestro pensamiento con la lógica de las máquinas en una suerte de “Matrix”.
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