¿Qué precio tenemos que pagar por tener un cerebro grande y ser más inteligentes que otros primates? En principio podemos señalar el coste energético de mantener un cerebro de unos 1350 centímetros cúbicos, que consume nada menos que el 20 por ciento de la energía basal diaria. Este precio es muy alto, pero lo pagamos poco a poco a lo largo de nuestra vida, como si se tratara de una hipoteca. Sin embargo, los problemas más importantes se sufren en el momento del parto y el precio se abona en una única entrega. Las madres tienen que dar a luz a niños con una cabeza tan grande como la de un chimpancé adulto y los niños y niñas experimentamos el primer traumatismo de nuestra vida: lograr terminar con éxito el viaje desde el útero materno hasta el exterior.
La locomoción bípeda fue el rasgo que nos diferenció de la genealogía de los chimpancés hace unos seis millones de años. En ese momento la pelvis cambió de manera radical para poder afrontar el reto de mantenernos erguidos. Como vimos en posts anteriores, el cambio interesó especialmente a la forma del íleon y a la inserción de los glúteos. Durante algún tiempo los primeros homininos tuvieron la posibilidad de trepar con enorme facilidad. Ciertos aspectos de la forma del isquion y el pubis les permitió tener la suficiente flexión de la cadera, gracias a la acción de potentes músculos isquiotibiales. Pero pronto dejamos la protección de los bosques y tuvimos que caminar y correr por las sabanas de África. El bipedismo se perfeccionó, al tiempo que perdimos la capacidad de trepar con la facilidad de cualquier otra especie de primate arborícola. Fue entonces cuando tuvimos que afrontar los problemas de un parto diferente, porque la pelvis cambió totalmente su morfología.
En los mamíferos cuadrúpedos la pelvis es alargada y los tres huesos, íleon, isquion y pubis, se sitúan en planos aproximadamente paralelos, de manera que el feto sigue una trayectoria rectilínea en su camino hacia el exterior. Si el tamaño del cerebro del recién nacido es relativamente pequeña con respecto al canal del parto, el proceso no presentará problemas obstétricos relevantes. Sin embargo, nuestra postura bípeda implicó no solo una disminución del tamaño del isquion y el pubis, sino un cambio en la forma del recorrido que ha de seguir el feto durante su viaje desde el útero materno. El canal del parto dejó de tener una trayectoria rectilínea y adoptó otra muy diferente, con un giro muy característico. El parto de nuestra especie se produce en dos fases.
El primer escollo está formado por el anillo óseo que forman el borde inferior del íleon, el borde superior del cuerpo del pubis y el hueso sacro. Este anillo se denomina “estrecho superior” y su forma ha cambiado totalmente con respecto a la de otros vertebrados. En estos últimos el estrecho superior tiene forma alargada en sentido antero-posterior, mientras que en Homo sapiens la mayor anchura es transversal. En los chimpancés la cabeza del recién nacido es notablemente más pequeña que el diámetro del canal de parto y durante el alumbramiento se sitúa con la cara mirando hacia su madre. Este hecho es muy importante, porque la madre podrá limpiar a su cría recién nacida con gran facilidad. Las madres chimpancé prefieren la soledad de la noche para dar a luz. Se bastan por sí mismas. Nosotros hemos perdido esa ventaja.
En nuestra especie, la cabeza del recién nacido es muy grande con respecto al canal del parto. Es lo que se denomina desproporción céfalo-pélvica. En esas circunstancias, la posición de la cabeza tiene que ponerse de lado para adaptarse a la forma del estrecho superior. El segundo escollo que debemos de superar en el momento del parto es la presencia de las espinas ciáticas (o isquiáticas) del isquion, que a mitad del camino producen el estrechamiento del canal del parto. Esto no sucede en los animales cuadrúpedos, porque estas espinas no se desarrollan. A continuación el feto se encuentra con la necesidad de girar primero la cabeza y luego el resto del cuerpo para afrontar la salida de la pelvis a través del estrecho inferior, formada por el anillo óseo que forman las tuberosidades isquiáticas, la sínfisis púbica y el cóccix (la parte inferior del hueso sacro). La forma del estrecho inferior obliga a que la cabeza del feto tenga que girar hacia una posición sagital. La rotación de la cabeza, sin embargo, no termina en la misma posición que en los chimpancés, con la cara mirando hacia la madre, sino al revés, presentando el occipital y con la cara boca abajo. Si la madre interviene en ese momento las consecuencias podrían ser funestas para su hijo, al no controlar el esfuerzo que habría de realizar sobre su columna vertebral. Es por ello que el parto tiene que ser asistido por la comadrona o por personas habituadas a estos menesteres. En definitiva, nuestro parto se ha transformado en un acto social, frente a la soledad del parto en otros primates.
Si el parto se desarrolla con normalidad y sin mayores complicaciones, aún nos queda el último escollo, tal vez el más delicado y el que suele provocar los problemas más habituales en Homo sapiens. Se trata del paso del resto del cuerpo por el estrecho inferior, que puede provocar la llamada “distocia” de los hombros y que suele acabar en rotura de las clavículas. En la actualidad, y para evitar mayores problemas, se suele practicar una episiotomía para ampliar de manera artificial el espacio para el paso final de la cabeza y los hombros del recién nacido. Esta pequeña intervención quirúrgica no es peligrosa en hospitales bien equipados y evita roturas de clavículas o, en el peor de los casos, la muerte por asfixia del bebé debido el retraso en el proceso del parto, que está sufriendo una fuerte compresión del cordón umbilical. Las madres más afortunadas tienen un canal pélvico suficientemente ancho para que el parto se desarrolle con gran rapidez. Pero no es lo más común.
En el próximo post trataremos sobre la opinión de los expertos acerca de la rotación del parto en las especies anteriores a la nuestra.
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