Como bien pueden imaginar todos los lectores, nuestro gran tamaño cerebral ha sido un tema de debate científico durante años. El asunto se ha explorado desde ángulos muy diferentes y se han propuesto decenas de hipótesis. Algunas no se pueden contrastar y quedan, por tanto, en el terreno de la especulación. No escondo mi enorme interés por el cerebro, un tema sin duda apasionante, sobre el que se seguirá investigando de manera indefinida ¿Cómo y porqué hemos llegado a tener un cerebro tres veces más grande que el de nuestros primeros ancestros africanos?, ¿porqué construimos y mantenemos un órgano tan caro desde el punto de vista energético? La selección natural ha favorecido que tengamos este gran cerebro, pese a su elevado coste. Las ventajas de un tamaño cerebral elevado han ganado la partida a las posibles desventajas. La balanza se ha inclinado a favor de llevar sobre los hombros una cabeza de gran tamaño, que protege uno de nuestros más preciados valores, si se me permite la expresión.
La semana pasada tuvimos la fortuna de contar en Burgos con la presencia de la Profesora Leslie Aiello, que en estos momentos de su vida profesional preside la Fundación Wenner-Gren. En el campo de las investigaciones sobre nuestros orígenes estamos hablando quizá de la Fundación más importante del mundo. Que Leslie Aiello, a quién me une una gran amistad, sea la presidenta de esta institución no es una casualidad. Sus investigaciones en el ámbito de la biología de nuestros antepasados son citados diariamente por muchos colegas en sus publicaciones científicas. Su estancia en Burgos me ha recordado varios de sus trabajos. Entre ellos, figuran varios dedicados al cerebro de los homininos.
Leslie Aiello y un colaborador suyo (Peter Wheeler) se preguntaron sobre las razones del coste tan exagerado que conlleva el crecimiento, desarrollo y funcionamiento de nuestro cerebro. Nada menos que entre el 20 y el 25 por ciento del metabolismo basal está dedicado a mantener el funcionamiento del cerebro que, como bien sabemos, no descansa aunque durmamos profundamente. Además, durante la niñez dedicamos entre el 40 y 70 de la energía que consumimos al desarrollo cerebral, a pesar de la impresionante actividad que desarrollan los niños durante sus juegos. En 1995 Aiello y Wheeler propusieron una hipótesis, que sigue siendo la preferida de la mayoría (incluyendo al autor de estas líneas).
Como consecuencia de los cambios en la dieta, la selección natural fue más “permisiva” con la reducción y la simplificación de nuestro aparato digestivo. Ya sabemos que los mamíferos exclusivamente vegetarianos necesitan un aparato digestivo largo y complejo, para digerir los hidratos de carbono de cadena larga de los que se alimentan.
Poco a poco, nuestros antepasados redujeron la cantidad de energía necesaria para el desarrollo y mantenimiento de un aparato digestivo complejo, que ya no necesitábamos. La energía sobrante pudo aprovecharse para desarrollar y mantener un cerebro, cuyo tamaño y complejidad eran cada vez más necesarios en muchos aspectos de nuestra vida, incluido el desarrollo de estrategias complejas para conseguir alimento. Ya sabemos que las plantas están quietas, pero los animales corren mucho y no se dejan capturar fácilmente. Tenemos que ser un poco más listos que ellos si queremos que nos sirvan de alimento. Y si había que comer lo que otros dejaban en las presas que capturaban, la competencia con los demás carroñeros tampoco sería un tarea sencilla. La llamada “hipótesis del tejido caro” de Aiello y Wheeler, se sigue enseñando en la Universidad. No se me ocurre mejor explicación.
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