La transición de homininos casi exclusivamente vegetarianos a homininos con una dieta omnívora se produjo de manera progresiva. Cuando los cambios climáticos redujeron la cobertera vegetal que nos daba cobijo y alimento, fuimos poco a poco modificando nuestros hábitos. Nuestra adaptación a la nueva dieta no debió de ser traumática. En primer lugar la transición fue muy lenta. Además, nuestro antepasado común con los chimpancés y los ancestros que nos precedieron durante el Mioceno seguramente incluían proteínas de origen animal en su menú diario. Pero, ¿como conseguir más cantidad de carne cuando escasea el alimento procedente de la plantas?
La hipótesis que plantearon algunos expertos, como Lewis Binford (1930-2011) o Richard Potts en los años ochenta del siglo XX ha sido objeto de fuertes debates. Para estos y otros investigadores, no parece posible que los pequeños habilis y otros primos hermanos de finales del Plioceno fueran capaces de cazar animales de gran talla, cuyos restos fósiles muestran indudables marcas de carnicería producidos con utensilios de piedra. Para estos y otros muchos expertos, nuestros primeros antepasados del género Homo tuvieron que acceder a los cadáveres matados por otros animales. En otras palabras, los habilinos fueron catalogados como carroñeros de las sabanas. Esta visión de nuestros antepasados ha permanecido como una hipótesis robusta durante años, apenas criticada por otros especialistas, como el español Manuel Domínguez.
El papel de los carroñeros no tiene “buena prensa”, a pesar de que buitres, alimoches, quebrantahuesos, hienas y multitud de pequeños organismos se encargan de limpiar el entorno de materia orgánica en putrefacción. Los buitres y las hienas representan el ejemplo mejor conocido por todos como carroñeros activos, que se nutren de cadáveres completos o devorados a medias por predadores. En el primer caso, los carroñeros pueden matar por si mismos aprovechando la debilidad por enfermedad o vejez de algún animal. En otros casos, los ojeadores del cielo estarán alerta de alguna presa parcialmente devorada, a la que acudirán los carroñeros. En todas las ocasiones, unos y otros participan de una rivalidad activa para conseguir algún bocado del animal caído.
Esta imaginativa hipótesis es difícil de demostrar, puesto que nadie puede comprobar que predador mató a una determinada presa. Tan solo podemos constatar que los homininos accedieron a vertebrados de gran tamaño. No es poca información, pero insuficiente para reforzar de manera clara la hipótesis anterior.
Sobre la posibilidad de que hubiéramos pugnado de manera activa por pequeñas cantidades de carne adheridas a los huesos de las presas tengo algunas dudas. Y no solo por la dificultad que entrañaría la lucha encarnizada por conseguir un bocado, sino porque mucha de la carne encontrada en las sabanas estaría en estado de descomposición. Como nos recuerda un artículo reciente en la revista Nature, los buitres tienen un aparato digestivo perfectamente adaptado para consumir carroña, a pesar de su alto contenido en bacterias de gran toxicidad, como el propio ántrax o las fusobacterias. Otros vertebrados y nosotros mismos podríamos morir con la ingesta de materia orgánica infectada por estos microorganismos.
Surge entonces una pregunta inevitable: ¿tuvimos los primeros representantes del género Homo este tipo de adaptaciones en el aparato digestivo? Y si es así, ¿porqué las perdimos? Resulta ilógico pensar que nos adaptamos a comer carroña, para luego abandonar estos hábitos en cuanto tuvimos las habilidades cinegéticas correspondientes. En ciencia se dice que una hipótesis es poco parsimoniosa, cuando su formulación implica demasiadas complicaciones. La hipótesis del hominino carroñero parece poco parsimoniosa, sabiendo que existen alternativas con menos “pasos evolutivos”.
En mi opinión, no podemos descartar que nuestros antepasados tuvieron la fortuna de acceder a presas muertas de manera natural o a restos de animales cazados por otros predadores, pero todavía con carne y grasa en condiciones de cierta salubridad. Sin embargo, me resisto a pensar que fuéramos incapaces de cazar otros vertebrados, incluidos por ejemplo los especímenes juveniles, así como de enriquecer la dieta con multitud de invertebrados, que se añadirían con menor peligrosidad a nuestro menú. No encuentro razones lógicas en la necesidad de adaptar nuestro aparato digestivo para consumir materia orgánica en putrefacción, para perder enseguida esa capacidad cuando llegamos a compartir el “trono cinegético” con los grandes predadores del viejo mundo. Por supuesto, se trata solo de una reflexión, porque tanto la hipótesis del hominino carroñero como sus alternativas parecen difíciles de invalidar o reforzar con las evidencias del registro arqueológico.
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