Esta primera semana de marzo se celebra la IV Semana sobre Mujer y Ciencia. La ciudad de Burgos, volcada en las investigaciones sobre la evolución humana por su proximidad a los yacimientos de la sierra de Atapuerca, debate (entre otros tópicos) sobre el papel de la mujer en la prehistoria. No es un tema sencillo, porque el registro arqueológico y el registro fósil carecen de información para extraer conclusiones sobre las labores realizadas por los miembros de los dos sexos. Se acaban de publicar algunos datos que, de manera indirecta, infieren una división de trabajo entre machos y hembras en las poblaciones neandertales. Esta investigación, llevada a cabo mediante la observación de las marcas en los dientes, trata de convencernos de la relación entre esas marcas y el trabajo que podrían realizar hombres y mujeres. No obstante, las diferencias entre las marcas sugieren más sobre la cantidad (intensidad) que sobre la cualidad.
Cuando se aborda la cuestión sobre las posibles diferencias entre las labores realizadas por hombres y mujeres en la prehistoria no podemos evadirnos de mirar a nuestro alrededor y fijarnos en el papel que cumplimos en todas y cada una de la multitud de culturas del planeta. Esta visión actualista no deja de ser engañosa. También resulta tentador echar una mirada hacia los escasos grupos humanos actuales de cazadores y recolectores que aún persisten en el planeta. También nos paramos a pensar en el comportamiento de los chimpancés, buscando una referencia convincente. Con los chimpancés compartimos más del 98 por ciento de nuestro genoma. Sin embargo, no es menos cierto que divergimos de ellos hace unos seis millones de años. Cada linaje ha seguido su propio camino evolutivo y, aunque nuestro comportamiento básico tiene mucho en común con las dos especies de chimpancé, su modelo en relación al rol de machos y hembras podría haberse alejado mucho del que tuvieron los australopitecos o los representantes de cualquiera de las especies del género Homo.
Así que solo nos queda viajar al pasado con nuestra imaginación, dejando la mente en blanco. Una tarea nada sencilla. Este ejercicio tiene que realizarse sin el apoyo de datos empíricos y, por lo tanto, se queda en una mera reflexión basada en la lógica de lo que sabemos sobre la biología de los seres vivos. Para empezar, hemos de asumir que todas las especies (incluida la nuestra) tienen un objetivo común: su perpetuidad. Para conseguir este propósito es necesario conseguir energía (alimentos) para el desarrollo de los individuos que llegarán a tener descendencia. Los padres (ambos) tienen que cooperar en la medida de sus posibilidades para conseguir esa energía.
Por otro lado, no podemos olvidar que, en ausencia de la elevada tecnología médica de la que disponemos en la actualidad, la mortalidad infantil de nuestros ancestros fue siempre muy elevada. La lactancia materna cumplía un papel fundamental en el desarrollo de la inmunidad de los niños, pero la selección natural era implacable con aquellos individuos no aptos para llegar con éxito a la edad reproductora. Este hecho obligaba a las hembras a una maternidad sin descanso. Suena duro, pero tenemos que seguir la lógica de la vida. Con estas premisas, las hembras de todas las especies de nuestra genealogía tuvieron un papel fundamental en la continuidad de las sociedades prehistóricas.
El período reproductor de las hembras ha estado siempre en torno a los treinta años, con independencia de su momento inicial y final. Ese período suponía un gasto energético vital extra, motivado bien por la gestación (34-40 semanas), la lactancia (mínimo de dos años) y el cuidado de los más pequeños. Aunque las madres obtuvieran energía del medio mediante la recolección (frutos, huevos, etc.) o la captura de ciertos animales, es obvio que los machos tuvieron un papel fundamental en la aportación de la energía extra. La defensa de la prole no tuvo porque ser exclusiva de los machos, aunque estos últimos tuvieran posiblemente un papel trascendental en la protección del territorio. La prolongación de la vida más allá de la vida reproductora tenía poco sentido y la longevidad de las especies estaba condicionada por ese hecho. Nada que ver con la situación actual de los países desarrollados.
Todo ello me lleva a pensar en algunos pasajes de la conocida novela “El clan del oso cavernario”, en los que la protagonista sufre con frecuencia la cólera de su pareja. Por supuesto, no podemos viajar al pasado para observar el comportamiento de nuestros antepasados. Sin embargo, pienso que las descripciones de su autora, Jeane M. Auel, estuvieron influidas por el comportamiento actual de lo que denominamos “violencia de género”. Con sinceridad, y a tenor de lo que explicado en los párrafos anteriores, no puedo asumir un comportamiento violento y gratuito de los machos hacia las hembras.
Podemos especular (que no aportar datos empíricos) sobre la predominancia de los machos o de las hembras en las diferentes especies de homininos o sobre su estructura social. Sin embargo, no me cabe duda sobre el papel activo de todos los miembros del grupo, fueran machos o hembras, en la cooperación por el mantenimiento de la especie. La biología nos marcó el camino hasta que la complejidad tecnológica y nuestra expansión planetaria creó la diversidad cultural, incluyendo el papel actual de hombres y mujeres en cada sociedad.
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