Todos conocemos bien la indefensión con la que llegamos al mundo. Apenas nos movemos y nuestra única posibilidad de supervivencia depende de que se atienda nuestra demanda de alimento. Somos capaces de pedir comida mediante un llanto casi imperceptible y poco más. Han de pasar semanas hasta que reconocemos el rostro de nuestra madre y generalmente transcurrirá algo más de un año hasta que demos nuestros primeros pasos. A pesar de nacer con un cerebro de gran tamaño (en términos absolutos) con respecto a otro primates, nuestras capacidades neuromotoras y cognitivas están muy poco desarrolladas. En 1969, el antropólogo suizo Adolf Portmann acuñó el término “altricialidad secundaria” para denominar el estado de desarrollo cerebral con el que nacemos los seres humanos. En otras especies de mamíferos también sucede un proceso similar, pero mucho menos acusado que en Homo sapiens. Esas especies presentan una “altricialidad primaria”. En la mayoría de primates no sucede ni una cosa ni la otra, sino que los recién nacidos llegan al mundo con una gran precocidad en su desarrollo. Es por ello que Portmann estimó que la gestación de los seres humanos tendría que durar entre 18 y 21 meses, para que los bebés nacieran con un desarrollo neurológico y cognitivo similar al de los chimpancés.
¿Como explicar la altricialidad humana? En su publicación de 1969, Adolf Portmann concluía que la gestación humana quedaba truncada hacia las 38-40 semanas, como resultado de una adaptación muy particular de nuestra especie. Durante el primer año de vida conseguíamos aquellas capacidades motoras y cognitivas propias de un chimpancé recién nacido. Utilizando las mismas palabras de Portmann, sería como una “primavera extrauterina”. Antes de 1969 y en los años que siguieron a la publicación de Portmann, otros investigadores desarrollaron y postularon la denominada teoría del “dilema obstétrico”. Nuestra forma de locomoción ha condicionado las dimensiones del canal del parto con respecto a los primates cuadrúpedos. El hecho de que el cerebro haya aumentado su velocidad de crecimiento durante la gestación nos obliga a nacer mucho antes de lo pudiera parecer razonable. Si nuestra gestación tuviera una duración de unos 20 meses, como sugirió Adolf Portmann, el parto sería inviable. La cabeza de nuestros recién nacidos sería demasiado grande como para gestionar con éxito el tránsito por el canal del parto. Una mayor capacidad para el aprendizaje a cambio de un parto muy prematuro. En definitiva, nuestro organismo emitirá las señales oportunas para el inicio del momento del nacimiento, aún cuando el cerebro esté notablemente inmaduro. Conseguiremos atravesar el canal del parto muy desvalidos, pero podremos vivir gracias a los cuidados que nos proporcionan nuestros progenitores y, en particular, nuestra madre.
La hipótesis del dilema obstétrico no ha terminado de convencer a la investigadora Holly M. Dunsworth (Universidad de Rhode Island, en Kingston), que ha trabajado junto a otros investigadores norteamericanos para conocer mejor la fisiología de la gestación y de la locomoción bípeda. Su principal trabajo en relación a este problema biológico fue publicado en 2012 en la revista oficial de la Academia de Ciencias de USA.
Cierto es que el bipedismo ha condicionado la forma de la pelvis. Todos nuestros ancestros, incluidos los australopitecos o neandertales han tenido una pelvis más ancha que la nuestra en términos relativos al peso y la estatura. Todos ellos han tenido éxito evolutivo, a pesar de que nuestra eficacia energética en los desplazamientos ha mejorado por el hecho de tener un cuerpo más estrecho y estilizado. Aún así, Dunsworth trata de convencernos de que el parto es posible aún en los casos en los que la cabeza del recién nacido tenga hasta tres centímetros mayor de lo habitual (unos nueve centímetros). Es decir, que aún nos quedaría margen para nacer con cerebro de mayores dimensiones. Esta investigadora piensa que las dimensiones del canal pélvico no representa el principal obstáculo para el parto, tras los nueve meses de gestación.
Como hipótesis alternativa (que no invalida la anterior), Dunsworth y sus colaboradores han tenido en cuenta el gasto energético de la gestación. Sus datos sugieren que la tasa metabólica basal de las madres se duplica y aún puede llegar casi a triplicarse. El ciclista que sube un puerto de primera categoría con la intención de ganar multiplica por cuatro o cinco veces su tasa metabólica basal, pero el esfuerzo supremo dura solo unos cuantos minutos. Las madres soportan de manera progresiva el esfuerzo de incrementar su tasa metabólica a medida que avanza el proceso de gestación. Hacia las 30 semanas, el “tirón energético” que provoca sobre todo el crecimiento del cerebro del feto es muy importante. En ese momento, las madres gestantes notan cada vez más la necesidad de consumir alimento extra y llegan a la extenuación ante un esfuerzo inesperado. Es por ello que Dunsworth y su equipo piensan que la señal para el momento del parto está muy condicionada por un “techo energético”, que las madres no pueden superar. Durante la lactancia, las madres continuarán con un trabajo energético extra, pero el gasto queda mejor repartido.
Mientras se sigue debatiendo sobre estas dos hipótesis, lo cierto es que la estrategia de Homo sapiens consiste en conseguir un cerebro de mayor tamaño, pero con mucha mayor flexibilidad y capacidad para aprender. Las dos propuestas nos dicen que el precio de esa estrategia es elevado. Por el momento hemos logrado gestionar bien el reto biológico de una forma o de otra. Nuestra especie ha conseguido dominar el planeta. Falta saber si seremos capaces de gestionar con éxito la ventaja de disponer de unas capacidades cognitivas tan desarrolladas.
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