Salvo que hayamos decidido ser vegetarianos por cuestiones de salud o de convicción, ¿quién se resiste a una buena parrillada? No es solo una cuestión cultural. Nuestro devenir evolutivo nos ha conducido al consumo de carne en cantidades variables según la región del planeta y de las posibilidades económicas. Con el paso del tiempo y el definitivo predominio de la cultura neolítica hemos ideado un sinfín de formas de consumir alimentos de origen animal.
En las últimas semanas se ha hablado y mucho de las conclusiones de la OMS sobre el consumo de productos cárnicos. No entraré en ese debate, aunque lo más sensato que he podido escuchar es que todos los excesos son perjudiciales. Dejando a un lado esa discusión a los expertos, no está demás recordar que durante toda la genealogía de la humanidad, incluidas las primeras etapas desarrolladas en las intrincadas selvas de África, hemos consumido una cierta cantidad de proteínas de origen animal. Sabemos que en aquellos tiempos remotos -hace 5 ó 6 millones de años- predominaba el consumo de vegetales, tal vez en una cantidad similar a la que hoy en día forma parte del menú de los chimpancés.
Pero los tiempos cambiaron y las modificaciones climáticas del Plioceno nos dejaron en una situación muy diferente, casi diría que dramática. Casi nadie duda ya de que los propios australopitecos tuvieron que prescindir del amparo continuado de la frondosidad de los bosques. El continente africano fue cambiando su fisonomía hasta la situación actual, con las correspondientes fluctuaciones derivadas de un clima sujeto a cambios cíclicos. Sin embargo, a la postre nos vimos abocados a tener que adaptarnos a vivir la mayor parte de nuestras vidas en campo abierto ¿Qué consecuencias se derivaron de ese cambio tan drástico? Es evidente que nuestra dieta tuvo que cambiar; y con ella nuestra propia fisonomía ¡Somos lo que comemos! Una frase hecha, pero no por ello menos cierta. Por supuesto, las adaptaciones biológicas no se producen de un día para otro, y así lo podemos confirmar en el registro fósil. También es cierto que estábamos pre-adaptados para comer carne. Ese hecho facilitó el cambio para muchos homininos –aunque no para todos-.
Uno de los cambios más sobresalientes –y yo diría que el más importante- fue el incremento del tamaño del cerebro. No podemos saber si la capacidades cognitivas de los australopitecos de hace tres millones de años fueron superiores a las de sus ancestros, habitantes todavía de bosques cerrados. Si la respuesta fuera afirmativa no tendríamos porque extrañarnos, aunque sus cerebros tuvieran el mismo tamaño. Al fin y cabo, la inteligencia no puede medirse solo por el volumen del cerebro, sino por la mayor o menor complejidad de las conexiones neuronales entre sus diferentes regiones. Podemos afirmar, en cambio, que los homininos que vivieron en el límite de los 3 a los 2 millones de años incrementaron el volumen de su cerebro. A partir de un cierto momento (aproximadamente hace 1,7 millones de años) el incremento fue exponencial. Y apostaría a que la conectividad también se incrementó en la misma medida, a juzgar por el aumento de la complejidad tecnológica.
Abatir animales para el consumo no es sencillo. Bien lo saben los cazadores, aún provistos de armas sofisticadas. La mejora en la cooperación para la caza es totalmente necesaria si solo se cuenta con palos y piedras. Es por ello que conseguir carne de animales en campo abierto tuvo que desarrollarse mediante estrategias complejas, que requieren capacidades cognitivas más desarrolladas que las de un primate estrictamente vegetariano. Así que las conclusiones podrían ser: 1- comer carne “per se” no nos hizo más inteligentes; 2- conseguir carne (o pescado) en determinadas circunstancias nos llevó a diseñar estrategias de cooperación cada vez más complejas, que precisaron capacidades cognitivas más desarrolladas; 3- no nos olvidemos del papel de determinadas plantas en la construcción de un cerebro más grande y más complejo.
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