En 1995 publicamos un artículo científico, en el que comparábamos el tamaño de los premolares y molares de los homininos obtenidos en el yacimiento de la Sima de los Huesos de la sierra de Atapuerca con el de otros homininos y con el de las poblaciones humanas modernas. Disponíamos ya entonces de una amplia muestra dental del yacimiento burgalés, que permitía análisis estadísticos fiables. Con la excepción de los Neandertales del Pleistoceno Superior, no existía una muestra dental tan amplia y de tanta antigüedad (430.000 años) en el registro fósil del género Homo. La hipótesis manejada por los expertos, entre los que destacaba la figura de Loring Brace, asumía un tamaño respetable para los dientes destinados a la trituración de alimentos crudos y de cierta consistencia. De manera sorprendente, las dimensiones de la superficie de masticación de los premolares y molares de aquellos humanos de Atapuerca resultaron ser similares a las de las poblaciones actuales.
Según Loring Brace, la invención del fuego y la cocción de los alimentos habría relajado la presión de la selección natural permitiendo la reducción del tamaño de los dientes relacionados con la masticación. Este hecho habría sucedido en tiempos relativamente recientes. Para sostener esta hipótesis los expertos habían recopilado información procedente de diferentes homininos y de poblaciones de nuestra especie. Las muestras de dientes del registro fósil suelen ser pequeñas y con frecuencia se ha recurrido a mezclar poblaciones de épocas y lugares muy diferentes. Todo ello con la idea de poder realizar análisis estadísticos. Loring Brace y sus colegas pretendían demostrar la existencia de una reducción significativa de los dientes tras el uso generalizado del fuego y, sobre todo, cuando los miembros más recientes de Homo sapiens idearon todo tipo de utensilios para cocinar los alimentos. El yacimiento de la Sima de los Huesos proporcionó una muestra procedente de la misma población y con un tamaño adecuado. Por primera vez podía realizarse una comparación fiable entre una población del Pleistoceno con poblaciones recientes de nuestra especie. Además y tras cerca de 40 años de excavaciones, no se han encontrado evidencias del uso controlado del fuego en los yacimientos del Pleistoceno de Atapuerca. En definitiva, el reducido tamaño de los dientes de los humanos de la Sima de los Huesos refutaron de manera definitiva la hipótesis de Loring Brace.
La revista Nature acaba de publicar (marzo de 2016) un trabajo firmado por Katherine Zink y Daniel Lieberman, en el que se da un paso importante para comprender la reducción dental aún en tiempos muy remotos. La investigación diseñada por estos investigadores es tan elaborada, que la lectura del capítulo de los métodos empleados impresiona por su meticulosidad. Un cierto número de voluntarios se ofrecieron para participar en un experimento muy complejo, que trataba de averiguar la eficacia en la masticación de los alimentos de acuerdo con su origen (animal o vegetal) y de su procesado previo. Nuestros ancestros empezaron a fabricar herramientas de piedra hace unos tres millones de años. Entre otros usos, cabe pensar que la comida, ya fuera de origen animal o vegetal, podía trocearse y comerse con mayor facilidad. La carne empezó a formar una parte sustancial de la dieta, porque los miembros del género Homo ya no contaban con la presencia de los bosques frondosos de los que disfrutaron los australopitecinos.
Zink y Lieberman anotaron todo tipo de datos sobre la energía necesaria para obtener calorías, dependiendo de la naturaleza del alimento y de su preparación previa según unos patrones muy elaborados. Como era de esperar, los alimentos cárnicos necesitaban un porcentaje significativamente menor de movimientos de los músculos de la masticación (maseteros y temporales), que aún disminuía cuando la carne se cortaba y se consumía en trozos más pequeños. Los ciclos de masticación se reducían hasta un 13% cuando los voluntarios consumían carne en lugar de ciertos vegetales (boniatos, zanahorias y remolachas rojas). La fuerza requerida para triturar la carne también se reducía hasta en un 15%. Los porcentajes de reducción eran aún mayores cuando la carne se cortaba en trozos pequeños.
Con esos datos, Zink y Lieberman concluyen que las fuerzas selectivas dejaron de operar de manera significativa en las especies del género Homo para mantener una maquinaria masticatoria tan compleja como la que tuvieron los australopitecinos. La posesión de maxilares y mandíbulas muy robustos, capaces de servir de anclaje a premolares y molares de gran tamaño y soportar la fuerza ejercida por potentes músculos maseteros y temporales, dejó de ser una “prioridad biológica” para los homininos que se adaptaron a vivir en las sabanas africanas. La energía destinada a la masticación de alimentos vegetales pudo utilizarse en otras funciones y la presencia de dientes más pequeños no fue un problema para la supervivencia de las especies que incluyeron una mayor cantidad de carne en su dieta. El tamaño de los dientes de los homininos de la Sima de los Huesos ya no puede sorprendernos. Aquellos humanos sobrevivieron sin problema con premolares y molares tan pequeños como los nuestros. Aunque la preparación de los alimentos mediante el uso del fuego haya servido para favorecer su digestión, esta importante innovación cultural no fue decisiva en la reducción del aparato masticador de los homininos.
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