Muy pocos expertos se han ocupado de estudiar las cuestiones evolutivas biomecánicas relacionadas con la carrera en los homininos. Ni tan siquiera estamos seguros de cuando empezamos a correr de manera sistemática. El registro fósil sugiere que somos bípedos desde hace al menos seis millones de años. Esta adaptación tan importante está muy bien contrastada en el género Australopithecus, con datos abundantes y muy fiables, que datan de hace 4,5 millones de años. Éstos y otros homininos de mayor antigüedad caminaban y trepaban pero no eran buenos corredores, como demuestra el estudio de lo poco que nos ha quedado de su esqueleto postcraneal. En el curso de la evolución humana las especies del género Homo perdimos poco a poco nuestras capacidades trepadoras y conseguimos, en cambio, adaptaciones para correr seguramente a mayor velocidad.
Dennis M. Bramble y Daniel E. Lieberman presentaron hace unos años (2004) una síntesis en la revista Nature de cuanto se sabía sobre nuestras capacidades como primates corredores. Su revisión sigue vigente, porque los hallazgos de fósiles del esqueleto postcraneal han sido escasos desde entonces. Tampoco se ha prestado mucha atención a este tema. Como indican los propios autores del trabajo, quizá no hemos dedicado mucho esfuerzo al estudio de la biomecánica de la carrera porque somos corredores mediocres en comparación con otros mamíferos. Nada nos hace especiales. Los deportistas de élite, como Usain Bolt, son capaces de mantener una velocidad de algo más de 10 metros por segundo durante unos 15 segundos. Siendo esto una hazaña para la mayoría de nosotros, no es nada en comparación con los 15-20 metros por segundo alcanzados por caballos, galgos o antílopes durante varios minutos. Además, nuestra carrera es hasta dos veces más costosa desde el punto de vista energético que en esos animales y maniobramos de manera menos eficaz.
Sin embargo, no todo es negativo en nuestra forma de locomoción. Hemos de considerar nuestra considerable resistencia en carreras de menos velocidad, pero durante mucha más distancia. Somos capaces de correr entre 2,3 y 6,5 metros por segundo durante varios kilómetros, dependiendo de nuestra preparación. Llegamos a correr maratones de 42,195 kilómetros en muy poco más de dos horas. Eso si es una hazaña para cualquier primate y comparable a la resistencia de algunos mamíferos. Para conseguir esa proeza la selección natural ha favorecido cambios estructurales y fisiológicos importantes. Disponemos de un metabolismo aeróbico muy eficaz. Nuestra termorregulación es mejor que la de otros primates, incluyendo aspectos como la pérdida de pelo o la circulación sanguínea por la parte exterior del cerebro como forma de oxigenación y refrigeración. Además, hemos reducido notablemente el gasto energético en carrera con respecto a otros primates, como los chimpancés, hemos ganado en estabilidad mediante la modificación de la forma de los canales semicirculares del oído interno y nuestro cuerpo absorbe relativamente bien la energía del impacto de los pies contra el suelo. Si comparamos el esqueleto de Lucy (A. afarensis) con el de un Homo erectus o con el de un humano moderno notaremos cambios sustanciales, que nos permiten movimientos más equilibrados entre diferentes partes del cuerpo, cabeza, tronco, y extremidades.
Los aspectos biomecánicos de la carrera son muy complejos y requieren mucho espacio y notables conocimientos de física. Así que vamos a saltarnos esos aspectos para centrarnos en la pregunta clave: ¿porqué somos tan resistentes a la carrera? Esa es la pregunta final del trabajo de Bramble y Lieberman. Uno espera hipótesis ingeniosas, pero no las hay. El hecho de que las especies del género Homo perdieran la cobertura natural de los bosques de África y les obligara a ganarse la vida en medios abiertos quizá fue decisivo para la adaptación a la carrera de resistencia. Puede que corriéramos detrás de las presas, huyéramos de los predadores o compitiéramos con otros carroñeros por llegar antes a los cadáveres de los animales matados por grandes predadores. Pero para eso necesitábamos ser muy rápidos durante mucho tiempo y no es así. Es probable que la carrera corta a gran velocidad fuera algo casi anecdótico en la vida de nuestros ancestros. La selección natural, en cambio, habría operado para que fuéramos corredores resistentes a las largas caminatas. Bramble y Lieberman piensan que para conseguir la resistencia a la carrera sostenida necesitamos una termorregulación muy eficaz, así como los cambios esqueléticos necesarios para amortiguar la energía que recibimos en cada zancada. Estas adaptaciones habrían ido mejorando y a la postre habríamos conseguido una gran eficacia en la carrera sostenida.
Bramble y Lieberman nos recuerdan que los actuales cazadores y recolectores no consiguen sus alimentos mediante la carrera. Estos grupos minimizan su gasto energético gracias al uso de la tecnología. Los arcos y flechas y otros artilugios les permite conseguir presas sin necesidad de correr. Es posible que la tecnología evite ese gasto energético, que en otro tiempo era necesario para sobrevivir. En la actualidad la carrera (rápida o de resistencia) se practica solo como un entretenimiento o como un deporte de élite. Sus orígenes no están claros, pero no olvidemos que resulta un modo muy saludable de vida.
José María Bermúdez de Castro
Queridos/as lectores/as, ha llegado el momento de la despedida. Este es el último post del…
No resulta sencillo saber cuándo y por qué los humanos comenzamos a caminar erguidos sobre…
Cada cierto tiempo me gusta recordar en este blog nuestra estrecha relación con los simios…
Tenemos la inmensa suerte de contar en nuestro país con yacimientos singulares del Cuaternario. Muchos…
Hace ya algunas semanas, durante una visita al Museo de la Evolución Humana de Burgos,…
Hoy se cumplen 210 años del nacimiento de Charles Darwin. Me sumo a los homenajes…