Siempre nos hemos considerado muy especiales. Incluso, una vez que Charles Darwin nos abriera los ojos a una realidad muy diferente y desde perspectivas científicas objetivas, nuestra especie ha sido considerada como el resultado necesario de la evolución del género Homo. Cuando se habla del proceso de humanización, o cuando escribimos sobre aquello que nos hizo humanos estamos sin querer admitiendo ese punto omega que preconizó Pierre Teilhard de Chardin ¿Cuánto tenemos de evolución por azar y cuanto por adaptación a determinados ambientes? Lauren Schroeder y Rebeca Ackermann se han planteado esa pregunta y han tratado de responderla estudiando el registro fósil del género Homo. Su trabajo ha sido publicado recientemente en la revista Journal of Human Evolution.
Schroeder y Ackermann han trabajado con el cráneo y la mandíbula, porque muchas de las conclusiones sobre las relaciones entre especies y poblaciones del pasado se han basado en el estudio de estas regiones anatómicas. Los métodos empleados son muy complejos y buscan patrones de “comportamiento morfológico” en una larga lista de cráneos y mandíbulas del género Homo, desde las más antiguas (2,8 millones de años) hasta las de los primeros representantes de Homo sapiens. Como es habitual en este tipo de estudios, los ejemplares de chimpancés y de una población humana reciente fueron una referencia de comparación obligada.
Los autores parten de la hipótesis de que las diferencias observadas en la muestra de estudio se deben al azar. Si los datos dicen otra cosa, entonces hay que buscar alguna causa concreta para explicar la variabilidad. Sus resultados indicaron que esa variabilidad no sigue patrones concretos y similares en todas las regiones anatómicas consideradas. La mayor parte (95%) de la variación observada en el género Homo pudo ser debida a deriva genética. Este proceso modifica las variantes alélicas de los genes de manera aleatoria (estocástica). Las variantes menos frecuentes tienden a perderse, en particular cuando las poblaciones son pequeñas y están repartidas en un territorio muy amplio. En cambio, las variantes alélicas más frecuentes tienden a conservarse. Puesto que las poblaciones del género Homo se expandieron por todo el planeta, el territorio terminó por ser el mayor posible, mientras que la densidad de las poblaciones fue siempre muy baja.
El 5% restante de caracteres estudiados no se comportan de manera azarosa. Estos caracteres habrían experimentado una selección positiva y direccional y supondrían casos muy claros de adaptación a determinadas circunstancias ¿Cuáles serían esas circunstancias? El estudio de Schroeder y Ackermann sugiere que la dieta puedo jugar un papel importante, puesto que las regiones anatómicas con un claro determinismo se localizan en la mandíbula y en el maxilar. Nuestras migraciones a través de los continentes nos enfrentaron a situaciones y ambientes diversos, donde los recursos eran distintos. Además, Schroeder y Ackermann también sugieren que la cultura pudo tener un papel importante en esta direccionalidad.
Este nuevo estudio y otros similares publicados en estos últimos años se inclinan por otorgar un papel muy importante al azar en la evolución del género Homo y, por ende, de nuestra propia especie. La selección cultural, que pudo tener efectos en nuestro devenir evolutivo en el Pleistoceno, prácticamente ha tomado ya el relevo de la selección natural. De manera muy simple, no somos el resultado de un plan o estrategia concreta, sino el resultado fundamental del azar. Visto de ese modo, si se pudiera rebobinar varias veces el camino recorrido durante los últimos tres millones de años y volviera todo al principio, el resultado final (es decir, nosotros) podría haber sido muy diferente en cada proceso.
José María Bermúdez de Castro
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