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Constantina Theofanopoulou y Simone Gastaldon, investigadores de la Universidad de Barcelona, han liderado un artículo en la revista PLoS ONE en el que defienden la hipótesis de la auto-domesticación de nuestra especie. Esta hipótesis no es nueva, por supuesto. Ya fue esbozada por Charles Darwin y ha sido tratada por otros autores de manera teórica. En su introducción al asunto del trabajo, estos autores nos recuerdan en primer lugar su concepto de domesticación, que no es precisamente el que cualquiera de nosotros entendemos de manera coloquial. Para estos autores, la domesticación se debe comprender como una suerte de características fenotípicas (aspecto de cualquiera de los rasgos de una especie), que tienen base genética y cuya presencia define el llamado “síndrome de la domesticación”. Según estos autores, muchos de los animales domésticos y nosotros mismos compartiríamos esos caracteres, regulados por una familia concreta de genes. En este trabajo se relaciona la lista de genes implicados. Más abajo me refiero a esos caracteres.

Lobo gris. Fuente: doogweb

No deseo entrar en detalles técnicos, incomprensibles para quienes no nos dedicamos a estas cuestiones. Así que reflexionemos ahora sobre lo que significa para la gran mayoría de nosotros el concepto de domesticación. Por razones que no conocemos, ciertas especies salvajes se fueron asociando con las poblaciones de nuestra especie hace miles de años. Esa sociedad fue mutuamente beneficiosa por algún motivo, seguramente relacionado con el alimento. A partir de ese momento, fuimos muy proactivos en la selección artificial de los caracteres de algunas de esas especies. En muy pocas generaciones conseguimos seleccionar y fijar determinados rasgos que nos beneficiaban. Podíamos estar interesados en lograr animales con mayor cantidad de carne, leche, huevos…, además de determinados aspectos de la conducta. Y no solo nos centramos en los animales, sino que conseguimos cultivar plantas con mayor cantidad de energía para satisfacer nuestras necesidades. De genética no sabíamos nada, pero la lógica y el razonamiento nos permitió lograr lo que deseábamos y necesitábamos. En algunos casos no hemos podido eliminar al 100% la parte más “silvestre” de ciertas especies animales (los gatos, por ejemplo), mientras que en otros casos hemos buscado potenciarla, como es el caso de los toros de lidia.

 

Siguiendo con este concepto, nos preguntamos si las poblaciones humanas hemos actuado de la misma manera con nuestros semejantes buscando, por ejemplo, determinados rasgos de comportamiento, como la docilidad. Es evidente que la respuesta es un rotundo NO. En muchas culturas se fuerzan los llamados matrimonios de conveniencia, en los que los padres obligan a sus hijas a contraer nupcias. Es evidente que la pareja elegida no será el hombre más dócil del grupo, sino el más rico. Con la excepción de las costumbres de esas culturas, la elección de pareja para la reproducción ha estado ligada desde siempre a la cercanía y disponibilidad y, en el mejor de los casos, a la atracción mutua, sin importar el aspecto físico o los caracteres propios de la personalidad. Como es bien sabido, el amor es ciego.

 

Ahora bien, y centrándonos en las especies animales, parece que ciertos caracteres de nuestro interés pueden estar asociados a cambios fenotípicos, en ocasiones muy llamativos. Por ejemplo, parece increíble que a base de cruzamientos hayamos conseguido transformar a los cánidos de otros tiempos en animales enanos, diríamos que deformes (al menos a mi juicio), simplemente por buscar formas exóticas y precios para el consumidor no menos exuberantes.

 

La cuestión que plantean Theofanopoulou, Gastaldon y sus colaboradores del artículo de PLoS ONE es que muchos caracteres fenotípicos, como la reducción del tamaño del cráneo, de los dientes o del hocico, quedan seleccionados por su ligamiento genético con los genes que regulan los rasgos que deseamos para las especies domésticas. Es más, muchas especies se habrían auto-domesticado, consiguiendo un aspecto paralelo al de las especies domesticadas de manera proactiva por nuestra especie. Nosotros seríamos uno de esos casos. De ese modo, habríamos conseguido tener un fenotipo propio de las especies domésticas, que nos diferencia (por ejemplo) de los Neandertales o de especies humanas anteriores. Nuestro aspecto más grácil y juvenil estaría relacionado con nuestra auto-domesticación, de acuerdo con los criterios de Theofanopoulou, Gastaldon y sus colaboradores. Si estos investigadores están en lo cierto, el proceso habría tenido lugar desde el momento en el que aparecen los primeros homininos de aspecto “moderno”; es decir, nos habríamos auto-domesticado hace unos 200.000 años en África, cuando se tiene constancia de la aparición de Homo sapiens.

 

Con independencia del debate que se plantea en este trabajo de PLoS ONE me pregunto si el hecho de presentar el aspecto actual, supuestamente neoténico (retención de caracteres juveniles), con un cráneo grande, redondo y sin resaltes llamativos, cara acortada y dientes pequeños, nos ha hecho más dóciles, tolerantes o altruistas. Por fortuna, podemos constatar que esos caracteres abundan en las sociedades actuales. Pero no es menos cierto que desde siempre hemos peleado entre nosotros por una pizca de territorio o por los recursos disponibles en guerras terribles, con resultados de una crueldad y atrocidad inimaginables. Mantenemos cierto orden gracias a las leyes y a quienes las hacen cumplir. ¿Dónde queda pues nuestra hipotética auto-domesticación, en la que predominaría un carácter pacífico y tolerante? ¿Por qué no vivimos en un mundo feliz, sin guerras, sin terrorismo, sin corrupción, tolerante con el diferente, sin violencia de género, etc.? Necesito, más datos y más convincentes para admitir a trámite la hipótesis de auto-domesticación.

 

José María Bermúdez de Castro