Vivimos una época en la que la comunicación ha cambiado por completo nuestra forma de entender el mundo. La información fluye a gran velocidad por diferentes medios, permitiendo que sepamos lo que ocurre casi en el mismo instante en que sucede. Este hecho innegable tiene sus ventajas, pero también sabemos que existen inconvenientes. Uno de ellos consiste en difundir información no verificada. Hay muchas prisas por llegar antes que los demás en la difusión de noticias y poco tiempo para la reflexión. Quizá tampoco es importante, porque nuestra mente es incapaz de retener y almacenar en la memoria a largo plazo esa información fugaz, que pasa de largo.
Hace varias semanas tuve ocasión de leer una noticia sorprendente. Según un artículo de opinión (que no un artículo científico con datos) de la revista médica The Lancet la adolescencia se habría extendido hasta los 24 años ¿Qué se pretendía explicar en ese artículo? Puedo imaginarlo, pero una lectura en diagonal y los titulares del artículo generaron errores de interpretación, con enorme eco en diversos medios de comunicación. Es más, las opiniones de algunos expertos en diversas disciplinas no relacionadas con la biología o la medicina, aumentaron los decibelios al afirmar que la adolescencia era una nueva etapa de la vida, surgida hace un par de generaciones. Es evidente que esa y otras informaciones, poco a nada contrastadas, se transforman en una gran bola de nieve, que discurre, pendiente abajo sin que nadie la detenga. El resultado final es el caos informativo.
El problema de fondo en esta y otras noticias relacionadas con diferentes aspectos del ser humano es nuestra incapacidad para comprender el concepto de tiempo. Con suerte, llegamos a vivir un siglo y apenas somos capaces de comprender tiempos relativamente cortos. El principal escollo en la teoría de la evolución de Charles Darwin estriba en la compresión del factor tiempo.
Hace ahora 33 años de la publicación de un artículo en la revista Nature, en el que los científicos Timothy Bromage y Chris Dean propusieron que la evolución humana de los últimos dos millones de años se había caracterizado por una elongación de nuestro crecimiento y desarrollo. En estos años, las investigaciones en estos ámbitos han debatido sobre el surgimiento de dos etapas nuevas durante la evolución del género Homo: la niñez y la adolescencia. En lo que concierne a la adolescencia, su aportación al conjunto del desarrollo habría retrasado hasta en seis o siete años el momento en el que un ser humano se considera adulto.
En realidad, ninguna investigación sobre nuestros ancestros ha logrado todavía encontrar evidencias razonables para proponer el momento en el que surgió la adolescencia, tal y como la conocemos en la humanidad actual. Algunos/as expertos/as proponen que se trató de una evolución progresiva, quizá surgida hace 1,5 millones de años, mientras que otros/as proponen que la adolescencia es exclusiva de nuestra especie y que, por tanto, habría aparecido hace no más de 200.000 años.
Es importante que analicemos estos datos y los incluyamos en el debate surgido a raíz del artículo de opinión en The Lancet. Sin duda, el trasfondo de ese artículo se refiere a una cuestión social, que no biológica. La adolescencia viene marcada en nuestro desarrollo por una serie de cambios hormonales, sujetos a factores genéticos y ambientales. El inicio de esta etapa es variable, como lo es también su duración. La imposibilidad de seguir creciendo se produce cuando las epífisis de los huesos largos se sueldan definitivamente a la diáfisis y los individuos llegamos al final de la etapa de crecimiento. Este proceso sucede hacia los 18 años, aunque la osificación completa de los diferentes elementos del esqueleto no se produce de manera simultánea. Por ejemplo, la clavícula se termina de soldar con el esternón entre los 25 y los 28 años.
En promedio, la maduración ósea de la mayor parte del esqueleto marca el final de la adolescencia, que podríamos situar entre los 18 y los 20 años. Asumimos que todos estos procesos eran más rápidos en nuestros ancestros del Pleistoceno, pero no hace un par de generaciones, como se insinúa en la revista The Lancet.
Ahora bien, desde hace pocos años se conoce mejor la maduración del cerebro en nuestra especie (ver post de 17 de febrero de 2017 en este mismo blog). Se sabe que el proceso de protección de las fibras largas de las neuronas (axones) mediante la formación de mielina finaliza hacia el final de la tercera década de la vida. Puesto que la vaina protectora de mielina permite incrementar de manera vertiginosa la velocidad de transmisión de información a través de nuestro sistema nervioso, es evidente que lograremos la plena maduración del cerebro cuando alcanzamos los 30 años, aproximadamente. ¿Podríamos decir entonces que esa edad marca el final de la adolescencia? No, ciertamente. Simplemente ahora sabemos que el máximo potencial de nuestro cerebro sucede en torno a esa edad.
Dejando ahora a un lado los aspectos biológicos, es evidente que las sociedades desarrolladas han experimentado un cambio extraordinario en lo que se refiere al tempo con el que se suceden todos los aspectos de la vida. Así, los jóvenes tardan más tiempo en encontrar un trabajo bien remunerado y permanecen más tiempo con los padres. La maternidad y la paternidad se demoran y la vida se alarga en promedio gracias a los avances médicos y la higiene. Pero todo ello no implica cambios biológicos significativos. Tan solo podemos decir que, desde el punto de vista social el medio ambiente y la cultura influyen de manera decisiva en la plena integración de los más jóvenes en responsabilidades, que hace un par de generaciones se asumían a edades más tempranas. Y no menos importante: esto solo sucede en las sociedades modernas de países con un nivel de vida elevado.
José María Bermúdez de Castro
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