Empezamos el nuevo curso con una noticia de enorme interés, que nos plantea numerosas preguntas y reflexiones. El 22 de agosto, la revista Nature publicó nuevos datos sobre el mestizaje entre los neandertales y los denisovanos. Aunque ya se habían encontrado evidencias de este fenómeno, el caso presentado por Viviane Slon, Svante Pääbo (Instituto Max Planck, Alemania) y otros investigadores nos habla de un híbrido de primera generación. Un pequeño trozo de hueso humano, catalogado como “Denisova 11”, pertenció a una chica joven, cuyo padre era denisovano y su madre neandertal. Esta chica, que ha recibido el cariñoso apelativo de Denny, vivió hace unos 90.000 años en el fértil valle donde se abre la boca de entrada de la cueva de Denisova.
La noticia ha levantado una gran polvareda. No es para menos, porque la paleogenética es capaz de revelar muchos secretos celosamente guardados por los fósiles, aunque se trate solo de fragmentos casi irreconocibles. Pero no debemos olvidar que las grandes preguntas sobre la misteriosa población humana de Siberia siguen en el aire: ¿quiénes eran los denisovanos? ¿representaban realmente una especie?, ¿es posible determinar que los denisovanos pertenecieron a una especie distinta de los neandertales, solo con conocer su ADN?, ¿qué aspecto físico tenían?
Es evidente que los denisovanos eran homininos distintos a los neandertales y los humanos modernos, de acuerdo con las diferencias que se observan en su material genético. Pero, ¿cuán diferentes eran? Algún día aparecerán restos de cierta entidad, que permitirán conocer el aspecto físico de estos misteriosos humanos. Apuesto a que su parecido con los neandertales será notable. Y no lo digo porque se haya demostrado de manera repetida su capacidad para hibridar y dejar descendencia fértil, sino por el hecho de que denisovanos y neandertales comparten, según los expertos, un ancestro común que vivió hace algo menos de 400.000 años. En términos geológicos y biológicos es poco tiempo como para que se hubiera establecido diferencias físicas notables entre ellos.
Por otro lado, es muy posible que los denisovanos hubieran quedado aislados en ciertas regiones de Siberia, con unas condiciones muy favorables para la vida. Algo así como un “mundo perdido” en la inmensidad de Eurasia. El “imperio neandertal” se extendió por buena parte de Eurasia en los momentos climáticos favorables, por lo que solo era cuestión de tiempo que las dos poblaciones volvieran a encontrarse. El posible aislamiento de los denisovanos no fue óbice para que tuvieran encuentros sexuales con los neandertales, quizá de manera sistemática. El hecho de que a las primeras de cambio aparezca una chica híbrida de primera generación da pie a pensar que esos encuentros fueron muy frecuentes.
Nuestra especie también hibridó con los neandertales y con los denisovanos. Exceptuando a las poblaciones africanas subsaharianas (que se quedaron en su tierra natal), llevamos en nuestro genoma un pequeño recuerdo de aquellos encuentros entre ellos y nosotros. Nuestro ancestro común con los neandertales y los denisovanos pudo vivir hace más de 700.000 años, según estimaciones de los genetistas. Así que todo ese tiempo no fue suficiente para evitar la posibilidad de tener descendencia fértil.
Todos estos resultados, con ser llamativos y muy mediáticos, nos llevan a reflexionar sobre lo que pudo suceder en el “tiempo más profundo” de nuestra evolución. ¿Qué valor tiene el concepto de especie en paleontología, cuando esas presuntas especies están muy próximas en el espacio y en el tiempo? Sabemos, por ejemplo, que hace entre 2,5 y 1,5 millones de años existió una gran diversidad de homininos en África ¿Eran especies diferentes?, ¿podían hibridar entre ellas? La respuesta sería afirmativa, caso de que aquellos humanos compartieran los mismos ecosistemas. Sin embargo, mientras no exista un método que permita responder a esas preguntas tendremos que seguir confiando en los huesos. Si las diferencias entre los fósiles son razonablemente significativas seguiremos hablando de especies distintas. La cuestión estriba en saber “cuáles son los límites de lo razonable para cada especialista”.
Volviendo al caso que nos ocupa, neandertales, denisovanos y humanos modernos (y otros humanos) forman parte de una rama particular del árbol de nuestra evolución. En términos científicos diremos que forman un “clado”; un grupo de homininos que comparten un origen común relativamente reciente y que forman una rama única y exclusiva (monofilética) dentro de una determinada clase de organismos (los primates, por ejemplo). Podríamos preguntarnos sobre la categoría taxonómica de cada linaje (especie, subespecie…). En el clado de los denisovanos, neandertales, etc. tenemos que incluir a los humanos recuperados en el yacimiento de la Sima de los Huesos de la sierra de Atapuerca, que también están muy relacionados genéticamente con los miembros de ese grupo. Todos ellos (y nosotros) podíamos hibridar, aunque nuestro aspecto físico no fuera el mismo. Cabe pues plantearse cuestiones taxonómicas profundas: ¿podemos hablar de especies hermanas?, ¿o quizá preferimos hablar de una única especie formada por varias subespecies? Como paleontólogo, apuesto por hablar de diferentes especies y no solo por cuestiones prácticas. El concepto de especie tiene que tener más laxitud. Hemos de reconocer la posibilidad de intercambio genético entre especies próximas, pero no podemos volvernos locos y dudar sobre la identidad de aquellas entidades biológicas que han tenido y tienen su propia historia evolutiva.
José María Bermúdez de Castro
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