Vivimos pendientes de la prima de riesgo, de los valores del Ibex 35, del último modelo de coche que podemos adquirir o de si la NASA, la Administración Espacial Nacional de China (CNSA) o cualquier otra agencia son capaces de llevar un vehículo a la superficie de Marte o viajar fuera de nuestra galaxia. Estamos muy pendientes de no ganar demasiado peso para lucir una buena silueta en la playa o de los últimos datos sobre la esperanza de vida, que nos permitirán superar con cierta calidad de vida los 90 años. Esta es nuestra civilización, en la que padecemos un enorme estrés por mil y una razones.
Muy alejados de nuestro mundo particular viven decenas de seres humanos en lugares perdidos de Nueva Guinea, las islas Andamán, Perú, regiones del África central, Malasia o la Amazonia. Estos humanos apenas han tenido relación directa con la “civilización” o nunca han sido contactados. A finales del mes de agosto supimos de la existencia de once nuevas tribus amazónicas, que nunca han tenido contacto con otros seres humanos fuera de sus refugios en el Amazonas. La fundación brasileña Funai (Fundación Nacional del Indio), dedicada a la protección de los intereses de los indios, ha divulgado imágenes obtenidas mediante drones de seres humanos en regiones del interior de la Amazonia. Esas imágenes nos muestran un mundo perdido, aunque desgraciadamente no olvidado por los intereses económicos.
En pleno siglo XXI tenemos la fortuna de que todavía queden en el planeta seres humanos de los que tendríamos mucho que aprender. Solo necesitan sus selvas para conseguir lo que necesitan para vivir, con el estrés justo para sobrellevar una vida sencilla en la que solo han de preocuparse por conseguir los generosos recursos que les ofrece la naturaleza. Son grupos pequeños expuestos a una extinción masiva por el simple contacto con otros seres humanos. No están inmunizados contra las enfermedades que muchos países hemos conseguido erradicar.
Se me ocurren muchas razones para dejar que estos pueblos sigan viviendo aislados, con su cultura de cazadores y recolectores, con su sabiduría adquirida en el conocimiento de las propiedades curativas o alimenticias de cientos de especies de plantas. Seguramente con sus propios conflictos territoriales, como ha sucedido desde siempre; con una esperanza de vida al nacimiento notablemente más baja que la de los países “desarrollados”; pero probablemente con un grado de felicidad que nosotros ya hemos perdido. Por descontado, los intereses económicos juegan en su contra. Los recursos de todo el planeta son pocos para satisfacer nuestras apetencias dinerarias.
Se sabe que muchos de estos pueblos rehúyen el contacto con la civilización. Otros humanos aspiran a controlar los recursos de sus territorios y pueden diezmarlos con un simple estornudo. Podemos aprender desde lejos sobre su estilo de vida, que no sería muy diferente a la de otros humanos cazadores y recolectores que nos han precedido en el tiempo. Pero tendríamos que respetar su existencia, sin intervenciones paternalistas. No nos necesitan y nosotros los necesitamos a ellos.
Me pregunto muchas veces por el tiempo que puede durar una civilización como la nuestra. La historia nos muestra el progreso impresionante de ciertos pueblos durante varios siglos y su estrepitoso declive en pocos años. De la historia hemos aprendido que las civilizaciones tienen un inicio y un final. La nuestra no es diferente. Que nadie piense que nuestro actual estilo de vida es para siempre.
En un tiempo no muy lejano es posible que algunos de esos pueblos sean los únicos capaces de sobrevivir en un planeta cada vez más necesitado de respiración asistida.
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